viernes, septiembre 24, 2010

Viaje de placer


Tras pasar una semana de viaje organizado en Los Ángeles, se me presentó la oportunidad de recorrer la Ruta 66 en Harley hasta Chicago, por mi cuenta, a solas, por un precio muy asequible. Es cierto que los yanquis siempre me han parecido detestables, y después de mi estancia en L.A., mucho más, pero hay ciertos iconos de los U.S.A. que quiero conocer, como la Ruta 66 y Chicago, la mítica ciudad de Al Capone, los rascacielos, el metro-ferrocarril... Joder, incluso me haría ilusión pasar por el barrio de Macaulay Culkin en Sólo en Casa, vaya mierda.

Así pues, alquilé una de esas bellezas mecánicas de dos ruedas, e inicié la marcha, con el típico grito de Born To Be Wild. Paisajes incomparables, la sensación del aire en la cara mientras pasan por la cabeza escenas de tantas y tantas películas... Albuquerque, Oklahoma, St. Louis... Esas cafeterías y estaciones de servicio en mitad de la nada... En definitiva, una experiencia inolvidable. Pero por desgracia, no es lo que más me marcará en mi viaje por los United States.

Un buen día, tras salir de Springfield (Illinois), pasé por la localidad de Williamsville, donde quería visitar The Old Station of the Route66, y de paso, poder dar un tranquilo paseo por un pequeño pueblecito estadounidense. Dicho y hecho, aparqué la máquina en una solitaria y pintoresca calle, con sus típicas casitas con jardín y comencé a hacer fotos como un poseso, con la firme intención de acabar el viaje con gigas y gigas de fotos y videos, ya que más adelante debía torturar a mis amigos ilustrando los relatos de mi viaje.

Mientras inmortalizaba la calle y a sus escasos transeúntes, una agradable anciana me solicitó educadamente ayuda para llevar hasta su casa una sorprendente cantidad de bolsas de la compra. Acepté, no sólo por ser el elegante caballero que soy, sino también (sobre todo) por la oportunidad de ver desde dentro un típico hogar del estado de Illinois.

El hogar de la señora estaba cerca, pero al ritmo de la octogenaria, tardamos unos minutos en llegar, en los que le dió tiempo a contarme que se llamaba Margaret, que tenía ochenta años, que vivía con su apuesto marido Paul, de ochenta y tres, un hombre de los que ya no quedan, y que tenía cuatro hijos y seis nietos, que vivían todos en Chicago. Al cruzarnos con unas adolescentes ligeras de ropa, torció el gesto y comenzó con un rancio discurso republicano: que si se ha perdido la decencia y la moralidad en este país, que si está todo lleno de negros, hispanos y musulmanes, que se estaban destruyendo los valores que habían hecho tan grande América... Y continuó así hasta la casa, muy típica, muy yanqui, muy hogareña y acogedora. Una vez dentro, me ofreció una Budweiser y me invitó a sentarme en el cómodo sofá del salón. En ese momento, apareció por la puerta el bueno de Paul, un tipo enjuto, de pelo canoso, con aspecto de que quedaba ya poca vida en él...si no fuera por el hecho de que me apuntaba con un rifle cuyos cañones me parecían grotescamente grandes. Me levanté asustado con la intención de salir de allí rápidamente, pero Paul me ordenó que me estuviese quieto, amenazando con apretar el gatillo y reventarme los sesos. La vieja radical comenzó a atarme, y ambos me gritaban que qué coño hacía un puerco extranjero, con barbas y chupa de cuero, en su pueblecito rebosante de paz. Decían que si estaba allí, era sin duda para robar y violar, y me llevaron hacia una caseta de madera que tenían en la parte trasera.

Son dos putos viejos, armados, pero lentos y torpes. Debería haber echado huevos al asunto e intentar escapar. Mejor morir de un tiro, que lo que empiezo a vislumbrar que me espera. Me han desnudado y atado a una mesa de madera, y me han metido un trapo sucio en la boca. Se me clavan astillas en el culo y la espalda, pero me preocupa más ver a Paul sacar de su armario de herramientas un hacha oxidada, y a Margaret traer de la cocina cuchillos y otros utensilios culinarios. Empecé a desear que el viejo perdiera la paciencia y me reventase el pecho de un tiro a bocajarro, pero no parece que vaya a tener esa suerte.

La bruja decrépita se sentó junto a mí, y empezó a hacerme cortes por todo el cuerpo, para luego aliñarlos delicadamente con aceite, vinagre, sal y pimienta. Toda una ensalada de sensaciones, para descubrir que a cada segundo que pasa puedes experimentar más dolor del que creías posible. Paul se acercó a la mesa, con el hacha en la mano, y me miró fijamente a los ojos mientras me recriminaba todo el daño que los comunistas habían hecho a la humanidad. Se acercó un poco más y me susurró al oído: “Hay que eliminar el mal de raíz, a los ladrones se les cortan las manos, a los violadores se les amputa la polla. Somos cirujanos, y extirpamos tumores de nuestra sociedad.”

La vieja seguía a lo suyo, el viejo me miraba en silencio, y yo intentaba despertar de lo que sin duda tenía que ser una pesadilla. Golpe seco, el hacha clavada en la mesa, y mi mano derecha ya no formaba parte de mí. En pleno frenesí mental, recordé a aquel tipo al que llaman Dios, y le cuestioné sobre la necesidad de aquello, y le comenté que hombre, que por lo menos podía hacerme perder el sentido y ahorrarme presenciar el sangriento espectáculo con mi cuerpo de protagonista. Pero no fue hasta perder el resto del brazo derecho y la mano izquierda cuando mi cerebro no pudo más, y mientras me desvanecía, me sentía aliviado, pronto desaparecería el humillante dolor...

Desperté un par de días después en un hospital. Estaba desorientado, asustado, dolorido, manco... Al parecer, justo cuando me iban a hacer la radical operación de cambio de sexo, al viejo le dió un infarto (lo mismo hasta se puso cachondo el hijo de puta, menos mal que su corazón no aguantó unos segundos más). La vieja me apuñaló y salió corriendo en busca de ayuda, y las asistencias sanitarias encontraron a Paul junto a lo que inicialmente parecía una impactante obra de arte moderno, pero que resultó ser lo que quedaba de mí. Pensé mucho en el hospital sobre lo sucedido (no tenía otra cosa que hacer), e intenté buscar alguna moraleja de todo aquello, pero me di cuenta que era un asunto fútil. Más me vale empezar a pensar cómo coño se vive sin manos. Y más me vale intentar no cagarme (literalmente) de miedo cada vez que veo a un octogenario.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A ver si se mueren mis progenitores

Wolfgang Krausser dijo...

Saludos amigos blog de mierda. Hacé años estoy viendo tus post.