domingo, septiembre 25, 2011

El Torso (Segunda parte de "Mi preocupación creciente acerca de mi entorno social y del medio ambiente")


El par de señoras gruesas dejaban enfriar el té mientras ingerían galletitas y pastas compulsivamente. Cuando días atrás recibieron la llamada de Eladio, primero se extrañaron y actuaron con recelo –no habían tenido el más mínimo contacto con aquel tipo en veinte años- pero, tras hablarlo entre ellas decidieron que sería bueno quedar con él para cerrar aquella dolorosa etapa de sus vidas. Habían pasado un buen rato –más agradable de lo esperado- ojeando fotos antiguas y compartiendo viejas anécdotas de cuando todos eran amigos. Entonces, Eladio anunció que había llegado la hora de la sorpresa y que debían disculparle pues las dejaría solas durante unos diez minutos ya que debía ir al sótano a buscar lo que tantas ganas tenía de enseñarles.

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Teresa, la que fuera novia de Juan en su juventud, había rehecho su vida y se consideraba una persona feliz. Llevaba ya trece años casada con  un tipo podrido de pasta, tenía dos hijos, un buen trabajo, un piso en el centro, un coche alemán… No se podía quejar, en absoluto, pero la trágica y misteriosa desaparición del que fuera su novio y gran amor de su vida era una herida que nunca llegó a cerrarse completamente. ¿Qué pasó con él? ¿Tuvo algún accidente? ¿Alguien le hizo algo? ¿Decidió simplemente desaparecer? Él hablaba mucho de su desencanto con el mundo y de cómo le gustaría irse a vivir a algún sitio alejado y solitario, pero Isabel, la mejor amiga del desaparecido, siempre sostuvo que él no se habría ido sin decirle nada a nadie, y que en el fondo era un sentimental ligeramente egocéntrico que necesitaba gente a su alrededor y sentirse el centro de atención. Además, era una persona muy apegada a los bienes materiales –su colección de discos, su mesa de mezclas, su ordenador, etc- y no iba simplemente a dejarlo todo sin llevar consigo ninguna de sus pertenencias… Por otra parte, había pasado demasiado tiempo desde su desaparición, demasiado tiempo sin noticias, ¿qué había sido de él? ¿Abducción extraterrestre quizás? Algo en su interior le llevaba diciendo todo este tiempo que Juan seguía vivo… Había llegado el momento de quedar, hablar sobre él, ojear viejas fotos, dejar que la herida cicatrice y considerar muerta de una vez por todas aquella pesadilla.

Tras contestar el teléfono y reconocer la voz de Eladio, Isabel pasó, como es habitual en ella, varios minutos gritando sin escuchar, dejando claro que ella era la víctima de todo lo que pasase en el mundo, y echando en cara acontecimientos pasados. Ella no era como Teresa, que en su juventud fue una flacucha de pechos descomunales y culo apetecible. Su gordura y su cara de hombre le habían amargado la infancia y la habían desquiciado en la adolescencia, hasta que decidió empezar a manipular a la gente y vengarse del mundo. No era guapa ni atractiva –estaba más cerca de tener órbita propia que de ser atractiva- pero era una mujer inteligente, siempre lo había sido, y se dio cuenta que paseando ligera de ropa y ofreciendo sexo oral con pasmosa facilidad podría conseguir lo que quisiera de los hombres para tirarlos a la basura una vez terminase con ellos. Así fue como conoció a Eladio y a Juan, y con esa clase de estratagemas terminó con la amistad que ambos mantenían desde la infancia. La mentira había sido siempre su bandera, y por ello Eladio le negó la palabra unas dos décadas atrás, al contrario que Juan, que siempre estuvo dispuesto a seguirle el juego. ¿Y ahora llamaba a su casa? ¿Qué se ha creído ese cretino?
Cuando Eladio pudo por fin explicarse, Isabel vislumbró la oportunidad de pasar un buen rato a costa de aquel imbécil ya que su vida era demasiado aburrida. Pasaba el tiempo a solas en casa con sus gatos. No trabajaba –entre las subvenciones que conseguía estafando al estado y lo que había sacado a sus muchos novios a lo largo de los años, no necesitaba más ingresos- y tampoco le quedaban ya apenas amigos, por lo que los días eran largos y pesados, ocupados en su mayoría viendo la tele en el sofá, criando más y más kilos de grasa que le acercaban peligrosamente al límite entre la gordura y la obesidad mórbida. Seguro que Eladio conservaba muchas fotos antiguas de Juan, al que no podía evitar echar de menos casi a diario. Y ella era especialista en sacar a aquel imbécil de sus casillas… Definitivamente esperaría la llamada de Teresa, que al parecer ya había hablado con Eladio, y quedarían para ir juntas.

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- ¿Qué será lo que tiene tanto interés en mostrarnos después de tantos años sin vernos? Estoy realmente intrigada –preguntó Teresa a Isabel, mientras inspeccionaba cada milímetro de la cocina en la que Eladio les había invitado a sentarse.
- Bah, no te hagas demasiados ilusiones, será otro álbum de fotos de cuando eran niños, o alguna chorrada por el estilo. Ese tipo es un perdedor y no creo que tenga nada demasiado “cool” que ofrecernos. Por cierto, ¿te has fijado en su aspecto? Sigue llevando las mismas camisetas y los mismos vaqueros que cuando tenía veinte… Patético. ¿Y has visto la decoración del chalet? Una casa tan bonita y tan desaprovechada, y con perros por todas partes…
- ¿Y eso lo dice la loca de los gatos? –cortó Teresa.
- ¿Te vas a poner de su parte? ¿En serio? Escúchame, la gente no cambia, y si este hombre fue un hijo de puta en el pasado contigo, conmigo y con el que era tu novio, lo sigue siendo ahora, sin duda.
- ¿Eso quiere decir que sigues siendo una zorra? Oye, se que intentaste montártelo con Juan más de una vez, y no se si lo conseguiste ni quiero saberlo, pero deja ya de meter cizaña, ¿de acuerdo? Eladio nos ha invitado a merendar, está compartiendo recuerdos con nosotros y regalándonos algunas fotos que estoy segura, son valiosas para él, así que por favor, no lo estropees todo.

En mitad de esta discusión de orondas,  un extraño ruido subió desde el sótano que se comunicaba con la cocina a través de una robusta puerta de madera. Pareció una mezcla de lamento y grito de dolor, pero no parecía humano. El cerebro de Teresa lo identificó como el sonido del orgasmo de las tortugas gigantes del caribe. ¿Qué diantres estaba haciendo el anfitrión? Cada vez estaba más intrigada, a la vez que veía mayor odio en los ojos de Isabel, que seguía farfullando sobre la poca clase de Eladio. Éste, por su parte, en la penumbra del sótano, intentaba resolver algo que no había considerado antes. Iba a cargar lo que quedaba de Juan y lo iba a colocar sobre la mesa donde estaban tomando la merienda, tapado con una sábana para, al retirarla, gritar “¡sorpresa!”, hacer ver a las perras pesadas aquel torso maltratado y aún vivo, e iniciar la cacería mientras su perjudicado amigo lo presenciaba todo, ¿cómo hacerlo de la manera más artística posible?

La puerta se abrió de par en par y apareció Eladio tambaleándose con un extraño bulto cubierto por una sábana. Aquella “cosa” era sin duda la emisora de aquellos sonidos tan desagradables. Teresa quedó petrificada, muerta de miedo, tratando de imaginar qué clase de bicho demoníaco iba a aparecer.

- ¿Qué clase de truco es este ahora? ¿Pretendes asustarnos con esa especie de fantasma que traes a cuestas? Voy a terminarme el té y me iré a mi casa, estoy harta de tanta tontería… - Dijo con soberbia Isabel.
- Querida Isabel, no es mi intención asustaros, sino haceros felices… Os he echado tanto de menos todos estos años, especialmente a ti… Que no quería dejar seguir pasando la vida sin responder a vuestra gran pregunta, ¿qué fue de Juan? –En ese momento, Eladio tiró el bulto al suelo y retiró las sábanas, dejando a la vista a aquella masa amorfa de carne con ojos. ¡Sorpresa! La desnudez del pedazo humano dejaba a la vista sus muchos muñones, y su cara era una desdibujada mueca, desfigurada horriblemente tras años de torturas y sufrimiento. Las dos gordas abrieron tanto sus ojos que parecía que iban a salirse de sus órbitas. Teresa quedó completamente paralizada y la única reacción de la que fue capaz su cuerpo fue vomitar en una cantidad absurdamente abundante. Isabel, por su parte, siempre más despierta y espabilada, saltó hacia la puerta que iba de la cocina hacia la entrada con la intención de escapar de aquel lugar lo antes posible y llamar a la policía. Llegó a la entrada de la casa en pocos segundos sin ser seguida… pero la puerta era de seguridad y estaba cerrada con llave. No le quedaba más remedio que buscar otra salida o algún teléfono, pero conociendo a aquel psicópata, seguramente todas estaban bloqueadas y la línea desconectada… Tenía que buscar un arma y un escondite…

Teresa, aún sentada y paralizada, cubierta de vómito, lloraba desconsolada presa del pánico, mirando a los ojos a Juan, el que fuera su novio, el que fuera el hombre con el que quería compartir su vida, el que la hacía reír, el que la hacía feliz, el que la hacía estremecerse en la cama, el que al menos era un hombre… Ahora era “una cosa”, no podía definirlo de otra manera, ni siquiera podía pensar en aquel loco que las había llevado allí para enseñarles aquel horror, no podía mover el cuerpo ni pensar con claridad, sólo podía mirar a lo que quedaba de Juan y sentir pena, miedo y asco. ¿Por qué Eladio estaba haciendo esto? ¿Por qué había mantenido con vida a Juan? ¿Cómo lo había hecho? ¿Por qué ahora, después de tantos años, organizaba este macabro encuentro?

Eladio acarició la cabeza de Juan, mientras miraba sonriente a Teresa. Se sentía feliz. Aquel era el clímax de su vida de cazador, iba a eliminar a tres de las peores personas que había conocido, a la vez que borraría de una vez por todas de su mente aquellos desagradables episodios que estos tres egoístas le hicieron vivir en su juventud. La otra gorda estaba corriendo y chillando por toda la casa intentando escapar, pero Eladio no se preocupaba por ello, era un esfuerzo en vano. Ahora estaba más preocupado de matar a Teresa, así que colocó a Juan en posición para que no se perdiera detalle, y le dijo que debería estar agradecido, por fin iba a acabar su larga estancia en el purgatorio, a lo cual el torso respondió con un lamentable graznido inarticulado.

- Teresa, he de confesar que nunca he tenido demasiado en tu contra. Creo que eres estúpida, y representas muchas de las cosas que odio, por lo que voy a matarte, pero te prometo que no sufrirás, al menos no como ellos, te lo prometo-. Entonces Eladio abrió uno de los cajones de la cocina, cogió el cuchillo jamonero y, tras besar a Teresa en la frente, decidió que quizá sería bueno intentar una decapitación.

El cuchillo estaba muy bien afilado, Eladio era muy meticuloso a la hora de preparar los materiales para cortar jamón, ¡nadie conseguía unas lonchas tan finas como él! Pero una cabeza humana no es algo tan sencillo… No es tan difícil de cortar como otras partes del cuerpo, pero necesitó de más esfuerzo del que a priori consideró para llevar a cabo la tarea. Por otra parte, el corte no quedó demasiado estético: la tráquea asomaba de mala manera y colgajos de carne chorreaban sangre por todas partes, formando un enorme charco el suelo, por no hablar de las manchas en muebles y paredes. Debía haberla llevado al sótano como hace con todo el mundo… Además, era difícil saber si la mente de Juan es capaz de asimilar algo y probablemente ni siquiera era capaz de comprender lo que estaba pasando… Llevaba tanto tiempo siendo un cacho de carne putrefacta sin otra ocupación que ser alimentado y defecar que lo más lógico era pensar que había perdido la razón y ya ni sentía ni padecía. Total, lo hecho, hecho está, así que decidió llevar a Juan y a los restos de Teresa al sótano –iba a preparar algún trofeo nuevo para colgarlo en la pared- y a continuación perseguiría a Isabel, que seguía corriendo por toda la casa como una loca buscando una salida.

Dejó a Juan y a la cabeza de Teresa apoyados en el quicio de la puerta y bajó –no sin dificultades, malditas gordas- el cuerpo de la mujer al sótano. Al tener las manos ocupadas no pudo ponerse la mascarilla con respirador que solía usar allí, y el hedor era insoportable. Eladio disfrutaba del tufillo de la muerte, pero hasta un punto… En aquel lugar había una mezcla de aromas de vísceras y heces acumuladas durante años y años. Era insoportable, así que dejó el cuerpo en el suelo lo más deprisa posible y volvió hacia la puerta. Ahora tenía que encontrar a la otra gorda, y ella sí iba a sufrir durante horas. Quizá le hiciese comer algo de Juan antes de matarlos a los dos. Ya se verá, la cacería es más divertida cuando se improvisa sobre la marcha.

- ¿Dónde estás gordita mía? Hey, ¿no quieres jugar un rato y recordar viejos tiempos? Nos llevábamos muy muy bien allá en nuestros años mozos, ¿a qué viene lo arisca que estás hoy? –Bromeaba Eladio mientras buscaba a Isabel por todo el piso. La muy perra se había escondido bien, pero el chalet no era tan grande. Tarde o temprano aparecería, y mientras más tardase, más iba a sufrir. Eladio agarraba con fuerza el hacha con la que cortaba leña en invierno, podía usarla para cortarle los pies cuando la encontrase, así no podría huir de nuevo. Un sonido a cristales llegó desde la cocina. “Ya se donde estás, querida”, pensó Eladio, y corrió hacia allí blandiendo el hacha, listo para lanzar un primer y rápido, que no mortal, ataque.

Cuando Eladio entró en la cocina no vio a nadie, únicamente unos cristales rotos frente a la puerta que daba al sótano, la cual seguía abierta de par en par con Juan custodiándola. Estaba empezando a impacientarse, aquella zorra se estaba resistiendo más de lo previsto, y eso le enfurecía. Hasta ahora, el miedo paralizaba a la presa y el podía actuar a su antojo; ésta cabrona en cambio parecía decidida a sobrevivir y continuar con su patética vida de perdedora. La intuición le decía que la chica gruesa debía haberse escondido escaleras abajo. No podía estar en otra parte, lo había revisado todo. Excelente elección, allí abajo todo será más fácil. Así pues, agarró fuerte el hacha, y lanzó un rugido a través de la puerta, el grito de la bestia que se dispone a lanzar el ataque definitivo… Cuando unas manos le empujaron por la espalda, con tan mala fortuna que uno de sus pies tropezó con el maldito torso de Juan, perdió el equilibrio y cayó rodando por aquellas antiquísimas escaleras de madera. La caída se le hizo eterna, y eso que el tramo a priori no era demasiado largo. Sin duda, se había roto, al menos, el brazo izquierdo y varias costillas. Le dolía todo el cuerpo. Se arrastró como pudo y dirigió la cabeza a la puerta, en la que vislumbraba la redonda silueta de Isabel recogiendo el hacha del suelo. Un haz de luz iba directo al rostro de Juan, y Eladio juraría que el hijo de la gran puta estaba sonriendo.

- ¿Qué os creéis? ¿Pensáis que podéis venir a mi casa a joderme los planes? ¡Vas a morir zorra! No se lo que pasará conmigo, pero te prometo que hoy vas a morir –gritó un dolorido Eladio, intentando buscar algún punto de apoyo para poder levantarse y acercarse al armario donde tenía un rifle y su colección de objetos punzantes favoritos.

Isabel, hacha en mano, comenzó a bajar las escaleras poco a poco, decidida a acabar con aquel asesino hijo de puta. Mientras bajaba, pudo ver los trofeos humanos, cabezas en su mayoría, con expresiones estúpidas y boquiabiertas, como las de los jabalíes o ciervos que los cazadores de animales colocan en sus casas de campo. El lugar era enfermizo, el hedor casi se podía masticar, y Eladio esperaba escaleras abajo, desafiante, aún convencido de que tenía posibilidades de salir de allí con vida. Los ojos de todas aquellas cabezas huecas de tantas víctimas les observaban. Iba a pagar con él todas las frustraciones acumuladas a lo largo de su vida. Iba a pagar con él su fealdad, su gordura, su soledad, su apatía, su fracaso en la vida. Iba a vengar a todos aquellos desconocidos que habían sido privados de sus vidas por un chiflado… Y no iba a caer en la trampa de alargar el proceso, iba a ser concisa, rápida y mortal.

Isabel salió unos diez minutos después del sótano, cubierta de sangre, con un aire ausente y distraído, observando la oreja ensangrentada que sostenía en la palma de la mano. Había sido una hija de puta la mayor parte de su vida, pero nunca había atacado físicamente a nadie, y ahora acababa de romper en mil pedazos el cuerpo de una persona conocida. Era horrible, pero justo. Se sentía confundida, pero aliviada, y ahora sólo podía pensar en el pobre Juan.

- Eres el único amigo real que he tenido. Eres la única persona por la que he sentido una preocupación sincera y, cuando desapareciste, el único al que he echado de menos.  Siento muchísimo todo lo que ha pasado, no puedo evitar sentirme responsable… No se ni siquiera si me oyes, pero no puedo dejarte sufrir así más tiempo-. Isabel levantó el hacha sobre su cabeza, por fin iba a terminar con aquella locura que la había bañado en sangre el día menos previsto. –Te quiero Juan, siempre serás mi mejor amigo…

Tres fuertes detonaciones sonaron en la estancia, y la mitad de la cabeza de Isabel desapareció de su sitio. El agente Ramírez aún apuntaba su arma hacia el interior de la cocina, boquiabierto, tembloroso, conteniéndose las ganas de vomitar ante aquel espectáculo tan gore. El joven policía no daba crédito a sus ojos. Dos mujeres y un hombre muertos, y otro más, aún vivo, pero completamente mutilado; un torso con una cabeza, un pequeño conjunto que había sufrido una experiencia inimaginable. Desde luego, cuando recibió por radio el aviso de que una señora mayor había visto a una mujer gorda con un hacha a través de la ventana de su vecino, no se esperaba algo así. Para ser sincero, esperaba encontrar una falsa alarma, y no a una chiflada Annie Wilkes bañada en sangre a punto de decapitar lo que quedaba de un hombre brutalmente mutilado.

El policía se acercó al cuerpo de Juan y corroboró que se encontraba con vida, además de percatarse que sus muñones no eran para nada recientes.

- ¿Cuánto tiempo llevas aquí amigo? Joder, no te preocupes, te prometo que te sacaré de este lugar lo antes posible… ¿Sí? Soy el Agente Eugenio Ramírez, por favor, envíen urgentemente una ambulancia a la dirección…

Al día siguiente, Juan abría los ojos. Se sentía realmente bien aquella mañana, había pasado la noche soñando con que estaba de barbacoa en la sierra con los amigos de toda la vida, bebiendo cerveza, comiendo chuletas, escuchando música, fumando algún que otro canuto mientras oía cantar a los pájaros… Entonces, los ojos se fueron adaptando a la claridad y su mente a la realidad, para ver la habitación del hospital, sus muñones, las máquinas a las que estaba conectado, la cuña en la esquina… Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Era su primera reacción ante un estímulo en muchos años. De nuevo, se sentía peor que nunca. Había salido del escenario de la pesadilla, por fin, pero las consecuencias sobre su cuerpo seguían allí y ahora pensaba aún más en todo aquello que nunca podría volver a hacer. Seguiría siendo un testigo inerte de la estupidez y la maldad del ser humano, separado de las plantas únicamente por el mal olor corporal. ¿Por qué no terminan con mi sufrimiento? ¿Qué sentido tiene para el sistema sanitario mantenerme así, ocupando una cama y los esfuerzos de enfermeras y celadores? ¿Es que nunca me van a dejar morir tranquilo?

sábado, septiembre 17, 2011

Mi preocupación creciente acerca de mi entorno social y del medio ambiente







Desde hace ya bastantes años soy aficionado a la caza. La sensación de encontrar y abatir a la presa por sorpresa me provoca un grado de excitación a unos niveles que jamás había soñado. Asestarles un golpe mortal y verlos resistirse indefensos, confundidos, aterrados… Mirar a sus ojos, sus rostros, cómo van perdiendo expresividad, cómo van perdiendo vida… Hasta que expiran y pueden ser despiezados para el consumo y para el placer personal de tener las paredes de mi despacho-sótano cubiertas de trofeos. Para mí es, sin duda, la única actividad que encuentro satisfactoria al cien por cien, desde los preparativos previos hasta la limpieza de los restos de sangre. La investigación para conseguir las armas más apropiadas, la búsqueda del coto de caza perfecto, la selección de la ropa de acción, el desplazamiento en coche amenizado por algo de música rock, el acoso y derribo de la presa y su despiece y preparativos para sus numerosas utilidades son un todo que, puedo decir, me mantiene vivo. Sin este hobby mi vida estaría tan vacía y sería tan solitaria que me deprimo sólo de pensarlo. Sin la caza no soy nada, y me da miedo no tener nada más. Sin embargo, soy uno de los pocos humanos que alcanzan un grado pleno de satisfacción en su vida, ¿qué importa si sólo tengo una actividad que me haga feliz? No puedo serlo más, el resto me sobra.

Desde que tengo uso de razón soy un amante de los animales. Desde muy tierna edad aprendí rápido la lección: no hay un sólo ser humano en quien se pueda confiar. Son egoístas, interesados, falsos, mezquinos, patéticos, depravados… Sin embargo, los animales, movidos por sus instintos y necesidades, tienen un código ético mucho más fuerte que ninguno que nosotros. No atacarán a otro ser vivo sin un auténtico motivo. Una motivación más fuerte que ninguna otra en el mundo, y esta es la propia necesidad de subsistencia, impuesta por un ecosistema diseñado para el equilibrio, un equilibrio en el que todos los seres vivos tienen un papel. Todos los seres vivos son importantes y sus vidas y muertes permiten que el ciclo continúe. ¿Todos? No, existe una especie que ejercerá siempre el mal premeditado, que intentará hundir a sus semejantes para su propio beneficio, que se regocijará en el mal de los demás y usará la hipocresía, la demagogia, la mentira y la violencia para prevalecer: la humana. El ser humano, que destruye su ecosistema y al resto de seres vivos, que no conoce el respeto, ni hacia otros ni hacia sí mismo, que sólo se preocupa en satisfacer placeres banales impuestos por la nueva era tecnológica-capitalista-liberal. No somos más que una plaga, imposible de erradicar por un sólo hombre, pero un hombre solo puede al menos mejorar su entorno más cercano, y ese fue el razonamiento que me llevó a aficionarme a la cacería. La cacería humana, por supuesto, pues otro tipo de caza con armas es inmoral y malvada.

Cuando uno decide llevar a cabo un plan cómo este, el comienzo siempre es difícil. ¿Cómo hacerlo sin ser descubierto? ¿Qué victimas elegiré? ¿Dónde conseguir armas? ¿Cómo despiezar un cuerpo humano para su fácil transporte sin que sea demasiado engorroso? Los problemas materiales fueron fáciles de resolver, sólo hace falta algo de paciencia y la búsqueda de información. Todos estos años, los libros de medicina y los temarios para sacar/renovar lincencias de armas de fuego han sido mis compañeros de viaje. Sin embargo, el problema moral (¿a qué victimas elijo?) una vez asumido que el exterminio total es imposible, no tenía tan fácil solución. Por supuesto, si el plan era mejorar el entorno más cercano, tenía una gran cantidad de candidatos conocidos que hicieron méritos de sobra a lo largo de su vida. Pero claro, si todas las víctimas son o han sido parte de mi vida, la policía daría muy rápido conmigo (¿todas las víctimas tenían un conocido en común obsesionado con libros de anatomía forense y con sacar permisos de armas? Sospechoso), así que la observación se convirtió en una de mis actividades principales. Observar desconocidos en la calle, en los bares, en sus desplazamientos al trabajo, en la Iglesia… Es fácil encontrar candidatos mezquinos aleatorios. Una vez fichado, empieza el seguimiento, lo más discreto posible, hasta que llega el momento de pasar a la acción. Y conforme los años fueron pasando, personas de mi pasado pasaron ese umbral de “años y años sin contacto” por lo que se convirtieron también en presa accesible. No puedo ser más feliz, y desde luego, el barrio está mejor que nunca.

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Juan se tumbó en la cama con los ojos cerrados, estremeciéndose al sentir la lengua que recorría su pecho y bajaba poco a poco, acariciando en círculos los alrededores del ombligo. Iba tan drogado que no estaba seguro de poder empalmarse, pero las caricias y lametones de su acompañante eran tan intensas que ahora sólo podía pensar en aliviar toda la presión acumulada en su miembro. Las manos, que acariciaban los hombros y el pecho de Juan fueron bajando poco a poco, provocando unas intensas y sensuales cosquillas, hasta llegar a los calzoncillos para arrojarlos a una esquina de la habitación. Entonces, mientras sentía como unos labios empezaban a besar su escroto, abrió los ojos y miró excitado a su acompañante.

- Fran, ¿estás seguro? Somos amigos desde hace mucho tiempo…Y yo nunca he estado con un tío… Nunca me ha atraído lo más mínimo la idea de tener más contacto de la cuenta con un hombre…
- Lo que tengo entre mis labios no dice lo mismo… Por cierto, esperaba algo más… De todos modos, ¿qué puede pasar? Somos adultos, maduros y nos conocemos de toda la vida. Yo te guiaré en la experiencia y, si no te gusta, siempre podemos olvidar lo sucedido. –Fran dio un intenso y sonoro lametón en el glande de Juan, tras lo que se levantó de la cama dirección al mueble donde Juan tenía su mesa pinchadiscos y su colección de vinilos.- Voy a poner música, la música lo hace todo más fácil, tú sólo relájate y concéntrate en disfrutar con lo que voy a hacerte…

La dopada mente de Juan estaba confusa. Su amigo realmente sabía lo que estaba haciendo, su experiencia saltaba a la vista (mejor dicho, al tacto y al gusto). Ninguna mujer le había provocado tanto placer con una felación. “¿Me estaré volviendo maricón? Tal vez soy bisexual”, pensaba el tipo, mientras la boca y las manos de su acompañante hacían su trabajo a conciencia. No se veía capaz de aguantar demasiado tiempo, las cálidas aguas de su pantanos testiculares estaban a punto de desbordarse.

- Si sigues así no se si…. uuuuuaaaaaaaaaaaaaAAAAAAAAAAHHHHHHHH!!!!!!!! –Gimió/gritó cuando un intruso se coló por su orificio de salida de residuos sólidos. Estaba tocando el cielo, y lo estuvo tocando durante un buen rato. El orgasmo sin duda más intenso y largo de su vida, con la polla en la boca de uno de sus mejores amigos, y el dedo corazón de éste en su ojete, ¿quién lo habría pensado? Con la respiración entrecortada, intentaba recuperar el control del cuerpo poco a poco, pensando en cómo compensar a Fran por aquella deliciosa experiencia, implorando recuperar energías en breves instantes para continuar con el juego de aquella madrugada, mirándole la boca que chorreaba esperma por las comisuras…

- ¡Joder! ¡Sois extremadamente desagradables! Sabía que tu colega era maricón, ¿pero tú? Es todo una sorpresa… una repugnante sorpresa, preferiría no haber visto esto. – Dije, entrando por la puerta de la habitación, emergiendo de entre las sombras. - A decir verdad, tenía idea de encontrarme a solas contigo, pero si estáis los dos, será más divertido.
- ¿Quieres unirte a la fiesta, grandullón? – graznó Fran con un intento de voz sexy, mientras todavía algunos grumos le colgaban del bigote.
- Te mentiría…si te dijese que tengo el más mínimo interés en vuestra asquerosa actividad nocturna. Estoy aquí simplemente para devolver algo de equilibrio al Universo… y de paso mejorar el vecindario. Hoy va a ser una gran noche, dos por el precio de uno.

Antes de darles tiempo a pensar, saqué rápidamente mi fáser de última generación recién adquirido y le metí una buena descarga al maricón, que se retorció y cayó rendondo al suelo. No dará problemas por unos minutos. Me abalancé entonces sobre Juan, sin darle tiempo para reaccionar, y le reventé la cara con un puño americano hasta que quedó incosciente. Fue demasiado fácil dejar fuera de combate a los dos, así que decidí no perder más el tiempo y los até fuertemente. Todavía tenía tiempo de jugar un poco antes de cortarlos y empacarlos. Saqué los guantes de plástico del bolsillo y me puse manos a la obra.

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Juan fue volviendo a la realidad poco a poco… Desde luego, se lo iba a pensar dos veces antes de tomar M de nuevo… Aunque siempre decía lo mismo tras cada fiesta, sería un Domingo de resaca y luego todo volvería a ser normal. Sin embargo, notó que le costaba abrir los ojos más de lo normal, y empezó a notar dolor por todo su cuerpo… No podía mover ni los brazos ni las piernas… ¿Estaba desnudo? Definitivamente estaba desnudo, amordazado y atado de pies y manos.

- Hombreeeee, la bella durmiente está de vuelta. Estábamos empezando a aburrirnos sin ti, ¿verdad Fran?.- ¿Sabes? Me encantan estos pisos modernos que tienen falsas vigas de madera en el techo, el resultado estético es muy bueno, y dan lugar a numerosos juegos, ¿verdad muchacho?

El cuerpo de Fran colgaba, atado por los brazos y completamente desnudo, de una de las vigas del techo. Le faltaban dos dedos de la mano izquierda, tres de la derecha, y algún que otro dedo de los pies. Además, le faltaba una oreja, y tenía numerosos cortes por todo el cuerpo. En el suelo, a su alrededor, había sal, vinagre, tijeras, cuchillos, un cuter…

- Oye Juan, tienes muchas cosas divertidas en el piso… Por cierto, la aguja de tu mesa pinchadiscos está perdida en algún lugar de su culo… Me daba asco buscar ahí dentro… Llevo guantes pero, tú sabes, no es algo demasiado agradable… -me sentía especialmente hablador aquella noche. Además, se por experiencia propia que cuando torturas a alguien, sufren más si les vas anticipando qué les vas a hacer. El cerebro es quien procesa e interpreta la información, y si está adecuadamente estimulado antes de la mutilación, es espectáculo es inmejorable. –En fin, no quisiera ser egoísta, sólo pensando en mi diversión… Una pregunta, ¿en vuestros folleteos varios llegasteis a practicar el sesenta y nueve? Mucha gente defiende que es su postura favorita…

Tras esta pequeña charla, decidí liberar mis instintos e improvisar. Era la primera vez que tenía dos cuerpos para mí solito, así que dejé volar la imaginación, no sin estimularla con recuerdos de los años en los que Juan y yo fuimos amigos. Aquellos partidos de basket de la infancia, aquellas huídas de los mangantes del barrio, el primer porro, las primeras citas (él desde luego se había desviado bastante del punto de partida sexual), y cuando empezó a moverse únicamente por el egoísmo, presa de una ideología “veleta”, que le permite cambiar de gustos, pensamientos y amigos según lo popular que pueda llegar a ser. Vendió su alma y cerebro a cambio de ser “cool”, de ser uno de esos patéticos dj’s que se creen músicos por añadir un sampler de drum & bass a alguna canción soul de varias décadas atrás, de ser un demagogo mentiroso, capaz de traicionar a sus amigos y mentir a su familia a cambio de tener más “amistades vacías”.

Tras cerca de una hora, me encontraba exhausto… Cargar, colgar, descolgar, tumbar, cortar y mancillar un sólo cuerpo ya es agotador… Con dos, aunque fueran tipos bastante livianos, es una tarea durísima. Fran acababa de morir. La estampa era cómica, ambos cuerpos con los genitales extirpados e introducidos en la boca del contrario, sin la mayoría de los dedos (la mayoría habían sido introducidos por el ano del maricón, tenía mucho espacio ahí dentro), sin orejas, cortes por todas partes… El homosexual modernete duró hasta que le rebané la barriga, eso fue demasiado para el mequetrefe. Juan no me quitaba los ojos de encima. Su mirada decía: por favor, libérame, no diré nada. Su boca llena balbuceaba: “por favor, mátame y acaba con esto”. Insincero hasta el final.

- ¿Sabes qué amigo? Contigo terminaré en mi casa, pero necesito una maleta o algo así para llevarte… Verás, te sobran algunos miembros… Pero luego hablaremos de ello, primero voy a preparar a tu amante para el paseo. – Despiezar a Fran fue más fácil de lo habitual, y en un santiamén lo tenía repartido entre una mochila y una bolsa grande de basura. Cuando terminé con él, preparé el material para que Juan me aguantase vivo hasta llegar a casa. Todavía no sabía que iba a hacer con él, pero llevarlo conmigo se había convertido en una necesidad. Así que entre la sierra, la plancha, una botella de whisky, y muchas sábanas y vendajes lo dejé listo, envuelto para regalo. Metí las piernas y los brazos en otra bolsa de basura, y lo que quedaba de él, incosciente, iría en una maleta de viaje con ruedas. Necesité de un par de viajes para cargar el maletero pero, por suerte, dejé el coche bastante cerca.

Mi chalet a las afueras era el lugar perfecto para una vida tranquila, y para mis aficiones nocturnas. Me llevó años conseguir un trabajo con un suelo que me permitiese pagarlo, pero no podría hacer lo que hago sin este lugar. Aparqué el coche en la parte trasera, donde tengo un amplio patio y una pequeña huerta. Al salir del coche, mis perritos vinieron saltando y moviendo la cola. Son muy cariñosos, pero cuando me ven llegar en coche a estas horas de la noche, se excitan especialmente y no paran de saltar y lamerme. Saben lo que significa: cena especial. Algunas de las partes del cuerpo son perfectas para el consumo humano. Bien cocinadas, en salsa o con patatas, suponen un almuerzo exquisito pero, el resto, bien troceado, es siempre para mis amigos con pelos. No hay nada que les haga más feliz que un buen pedazo de carne.

Así pues, me puse manos a la obra. Dejé lo que quedaba de Juan, aún inconsciente, en una esquina del salón sobre unos plásticos (no soporto las manchas de sangre en la moqueta) y me llevé sus extremidades y los pedazos de Fran al garage. Un ratito con la sierra me bastó para llenar un cubo de deliciosos pedacitos que llevé sin perder tiempo a los muchachos y los dejé allí disfrutando. Era tiempo de irse a dormir, pero antes tenía que ocuparme de Juan. Quería mantenerlo con vida el mayor tiempo posible.

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Estuve durmiendo casi todo el día, la noche había sido agotadora y excitante y realmente necesitaba descansar cuerpo y mente. Durante el desayuno estuve pensando sobre qué hacer con Juan. El tipejo merecía sufrimiento, pero ya había recibido todo el que le podía dar. ¿Qué quedaba, matarlo? Sí, por supuesto, ese ha sido mi cometido durante años. Eliminar seres humanos para que el mundo sea un lugar mejor. Lo se, yo soy otro humano, otro imperfecto y malévolo ser que no merece existir, ¿qué derecho tengo a hacer lo que hago? El derecho que me otorga el redimirme ante la madre naturaleza destruyendo una pequeña porción de la mierda que la pobla, derecho el cual me permite de paso curar viejas heridas de mi alma. Joder, realmente me encanta lo que hago.

- Te he cortado la polla, los brazos, las piernas... Realmente chico, tienes más aguante del que pensé... Todavía podemos pasarlo bien un ratito... Siempre dices que amas la música y casi cualquier tipo de sonido... Bien, nunca volverás a oír. -Y así perforé sus tímpanos, para a continuación cortarle la lengua. Estuvo bien, realmente bien, lo había convertido prácticamente en un cacho de carne con ojos. Ojos que en un instante iba a rajar para después ponerle fin (al fin).

Sin embargo, mirando sus ojos, comprendí que la muerte de aquel pequeño bastardo no iba a suponerme una gran satisfacción. Ya había hecho lo más divertido, y pasaría horas recogiendo los pedacitos de Fran que había en el maletero, garage y patio... Otro cadáver del que deshacerse sería algo demasiado cansado. ¿Y si lo mantengo con vida? No para siempre, pero creo que puedo cauterizarle las heridas, ponerle un sofa en el sótano y dejarlo vivir allí. Sí, un compañero de piso es justo lo que estaba necesitando para no perder la cabeza a causa de la soledad...

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Hoy, cerca ya de a los cincuenta años, ha sido un gran día. Conseguí localizar y traer a casa a la que era la novia de Juan, así como a su mejor amiga. Cuatro sandeces sobre hacer un pequeño homenaje-memorial a Juan y un par de copas fueron suficientes para convencerlas a venir. Las he dejado sentadas en la mesa de la cocina, con una taza de té. Me están esperando, les he prometido que volvería con ellas en cinco minutos, con algo que las hará llorar de emoción, algo de Juan que les marcará lo que les queda de vida. Yo nunca miento, tras asegurarme que todas las puertas de la casa están cerradas con llave, bajé al sótano, cogí un revólver y un par de cuchillos y, a pesar de que no puede oírme, no pude reprimir el deseo de gritar: “¡Hey amigo! Adivina qué... Llevas cerca de dos décadas aquí y al fin tienes visita!”. La sonrisa me llega de oreja a oreja. Es imposible sentirse en un grado superior de armonía con la naturaleza. No puedo ser más feliz.

lunes, agosto 01, 2011

Chaqueta y corbata


Nada más entrar en el restaurante Blasones, el tipo de la chaqueta color vino notó como todas las miradas se dirigían hacia él. La llamativa chaqueta, el espectacular mostacho que llevaba años dejando crecer con sumo cuidado, y su gigantesca barriga hacían de él el centro de atención en un lugar como éste, donde la “gente guapa” de la ciudad pagaba precios desmesurados por cantidades ridículas de comida en un plato gigante, en salsa de nitrógeno líquido con trufas y mierdas por el estilo. Marcial, así se llamaba el tipo, detestaba la comida de este tipo de restaurantes, pero no le importaba lo más mínimo pagar un cubierto de doscientos euros por no comer prácticamente nada; lo importante del lugar era la gente que había allí, la gente importante, la alta sociedad, la que se sentía incómoda cuando conocidos magnates de la droga como él se codeaban entre ellos, dejando mejores propinas que ellos en sus locales favoritos. Además, hoy era un día especial, la noche anterior sus chicos se habían deshecho de Valdivia y su gente, ¿quién iba a disputarle ahora el tráfico de coca en toda la meseta central? Ya no era uno de los grandes, ahora era el rey, y lo iba a celebrar en Blasones bebiendo el vino más caro del lugar y hablando obscenidades a voces con la señorita de compañía que había contratado y que le esperaba (muy ligera de ropa) en el bar del restaurante.

El espectáculo que dio Marcial en el salón más lujoso del restaurante, rodeado de políticos y banqueros, fue digno de alguna comedia delirante y escatológica en la que los chistes se basan en los escasos modales del protagonista. Eructos, carcajadas forzadas, ingesta compulsiva de vino (y derramamiento del mismo por todas partes), y tocamientos varios a la putita. Por supuesto, con el importe que iba a sumar la factura, y con las propinas que acostumbraba a dejar en el lugar, nadie iba a llamarle la atención, a pesar de las indignadas miradas de aquel ex-presidente del gobierno que ahora llena sus bolsillos ejerciendo de “representante” de una multinacional eléctrica gracias a los contactos de sus años en la política activa, o de aquel actor que se cree superior al resto de los mortales y reniega de sus orígenes por ganar un Óscar.

Mientras tomaban un escocés -sólo con hielo, como Dios manda- que hacía las veces del postre, Marcial pensaba en la merienda que tomaría al llegar a casa (siempre salía hambriento de aquel lugar). Pero antes de comer, se metería un par de rallas con la muchacha y follarían salvajemente… Más bien ella saltaría salvajemente sobre él, su barriga no le permitía demasiada movilidad… Desde luego esta vez la agencia se había superado a sí misma, menuda mulata. No le había preguntado de dónde era, sudaca sin duda, pero no le interesaba un pimiento la vida de los chochetes que le mandaban y no las quería oír hablar demasiado, quería oírlas reír de sus ocurrencias, y quería verlas con su rabo en la boca, pero no hablar. Una de sus actividades favoritas era poner a las chicas de rodillas, apoyar la enorme barriga sobre su cabeza, y obligarlas a chupar en esa incómoda posición en la que los michelines les envuelven la cabeza casi completamente, dificultando la respiración de las muchachas, cuya experiencia es lo más similar posible a meter la cabeza en un una bolsa llena de grasa porcina.

El cerdo se estaba poniendo enfermo de deseo sexual. La mulata era alta, preciosa, con el cabello liso y larguísimo que le caía por la espalda, una espalda que desembocaba en un culo espectacular, para bifurcarse en dos eternas piernas que otorgaban a la chica el galardón de “el cuerpo más atractivo que el cabrón había visto en su vida”. Por otra parte, el generoso escote dejaba ver buena parte de un abundante pecho, como no podía ser de otra manera. El deseo de humillarla y eyacular sobre ella alcanzó niveles inusitados así que telefoneó al chófer para que fuese preparándose para recogerlo en la puerta y, con un desagradable graznido, pidió la cuenta al camarero que les había atendido aquella noche, otro sudaca… Desde luego este país se está yendo a la mierda cuando nos fiamos de estos salvajes para servirnos la comida – pensó Marcial.

- Aquí tiene la cuenta, señor, espero que todo haya sido de su agrado… -dijo el camarero, un chico colombiano bajito, con facciones aniñadas y un tono de voz sumamente dulce, pero con una profunda mirada, de esas que denotan inteligencia y sangre fría, algo que por supuesto el gordo, demasiado ocupado adorándose a sí mismo, no apreció.
- No vengo aquí para oír tu horrible acento de panchito –farfullaba mientras sacaba dinero del bolsillode la chaquetea-. Anda, quédate con el cambio y cómprate algo bonito.
- Señor, son más de sesenta euros de propina… -mientras el muchacho decía esto, Marcial se levantó de la silla, eructó, agarró del brazo a su acompañante y comenzó a dirigirse a la puerta-.
- Gracias señor, nunca olvidaré su gesto, puede estar usted seguro –dijo el camarero, en un tono de voz más elevado del permitido a un camarero en un lugar de esa categoría. Uno de los encargados se dirigió hacia él una vez la pareja había abandonado el restaurante, pero no tuvo tiempo de reprimir al joven. El muchacho arrancó su pajarita, tiró el chaleco al suelo, y se dirigió hacia la cocina a paso ligero.


En la mansión del capo la música sonaba a todo volumen, y la mesita de cristal del salón estaba repleta de cocaína. Marcial, que estaba literalmente tirado en el sofá mirando cómo la puta esnifaba como una posesa en una sugerente posición a cuatro patas, se levantó, fue hacia ella, abofeteó su nalga izquierda y se bajó los pantalones.

- Preciosa, ¿cómo decías que te llamabas?
- Me llamo Lydia, pero no te lo había dicho antes, no lo habías preguntado.
- Pues muy bien Lydia, se acabó el buffet libre de nieve, ya puedes comenzar a hacer tu trabajo –dijo al tiempo que se bajaba los calzoncillos abanderado blancos, salpicados por más palominos de los normales en un ser humano.
- Claro que sí mi amor, pero primero, ¿puedes hacerme un favor? Anda papito, date la vuelta…
- Je je je, te gusta jugar, ¿verdad? De acuerdo, hoy estoy contento, así que no te daré una bofetada por tu atrevimiento, ¿qué vas a hacer? Espero que no quieras meter nada por…

En ese momento, Marcial se dio cuenta de la situación. Se había dado  la vuelta y se encontraba, con la polla colgando, ante un muchacho que los contemplaba desde su propio sofá, sonriendo, mirándole fijamente a los ojos, con la mirada más fría y penetrante que había visto en su vida. En su mano derecha, una beretta 9mm, en su mano izquierda, un sobre. Sí, no había duda, era el camarero sudaca del restaurante, ¿qué cojones estaba pasando?

- Papito, deberías tener más cuidado contratando tus putas, ¿no te pareció extraña la voz que contestó al teléfono de la agencia? –susurró Lydia en el oído de Marcial.
- Escúcheme seboso, y trate de prestarme más atención que hace un ratito –dijo el muchacho al tiempo que se levantaba del sofá-. ¿Recuerda que le dije que nunca olvidaría su gesto? Pues bien, este gesto no fue el de antes en el restaurante, su gesto fue la pasada noche –entonces, dejó caer el contenido del sobre en el suelo, y Marcial pudo ver una serie de fotos de aquel chico rodeado de aquellos cerdos que había ordenado ejecutar la noche anterior… Debían ser su familia, sus amigos, sus socios…
- Señor, mi nombre es Nélson Valdivia -dijo orgulloso el camarero-. Tengo algo para usted que hará juego con su chaqueta roja… ¿Conoce la corbata colombiana?

miércoles, marzo 16, 2011

Agonía



Volvía a casa en el coche, a toda velocidad, sin hacer ni puto caso a la nueva y absurda limitación a 110 km/h en autovías, y dispuesto a saltarme todos los semáforos posibles al entrar en la ciudad (afortunadamente, era de madrugada y no había apenas coches en carreteras y caminos). Mi trasgresión vial no tenía por objeto una rebeldía anónima contra las leyes de acoso y derribo al ciudadano. Ni siquiera el consumo de drogas o alcohol eran los causantes de mi imprudente temeridad. Tampoco llegaba tarde a una cita con alguna zorra despampanante… Simplemente, me estaba cagando. Hay veces que sientes la necesidad, pero puedes aguantar durante horas sin ir al baño. Otras veces, consigues rebajar la presión interna soltando un cuesco que te permite aliviar la necesidad… Pero otras veces, y ésta era una de ellas, aparecen los sudores fríos, una alarmante palidez de rostro, el malestar general y una presión horrible en el bajo vientre, acompañada de la certeza de que intentar expulsar algo de gas no haría si no adelantar el inminente desastre. Casi se me saltaban las lágrimas cuando vislumbré las luces de la ciudad, pero no hay que cantar victoria, aún no estoy a salvo.

Entré en la avenida de acceso a la ciudad como alma que lleva el diablo. Afortunadamente, no topé con ningún agente de policía y, apretando con fuerza mi esfínter para que nada saliese antes de tiempo, fui atravesando avenidas y calles, al doble de la velocidad permitida, dando unas curvas que ni Carlos Sainz antes de ser gafe. Mi apartamento está bastante cerca de los accesos a la ciudad, y aquella noche no debí tardar más de cinco minutos en llegar a mi calle, pero probablemente fueron los cinco minutos más largos de mi vida. Notaba como la punta del iceberg empezaba a asomar, y el terror y la frustración se apoderaron de mí al constatar que, como viene siendo habitual en los últimos tiempos, no hay ni una sola plaza de aparcamiento libre.

Desesperado, angustiado, y ya sí, llorando abiertamente, callejeé como un loco en busca de cualquier aparcamiento que propiciase la salvación y redención de mi estómago pecador. Tras un par de vueltas desesperadas al barrio, en las que estuve apunto de atropellar a un grupo de adolescentes ebrias y ligeras de ropa, que cruzaban la calle sin mirar, una oportuna idea hizo acto de presencia en mi mente: “Hay un descampado no muy lejos de aquí, detrás de la Facultad de Medicina”. Excelente, allí podré dejar el coche tranquilamente, plegar mis ancas, y liberar todo el mal que llevo dentro. Y ya luego, aliviado y feliz, me encenderé un cigarro y buscaré donde aparcar cerca de casa. 

Al entrar en el oscuro descampado, el corazón se me iluminó. Era el sitio perfecto: un lugar aislado, amplio, oscuro en el que lo único que había era algunos coches estacionados. Paré el coche en una de las esquinas, y me bajé corriendo a sabiendas de que mi cuerpo ya no podría ofrecer mucho más que unos segundos de resistencia ante la inminente erupción. Más que quitarme el cinturón de seguridad, lo arranqué violentamente, y salí de un salto del coche, dejando la puerta abierta y retorciéndome de dolor mientras desabrochaba los botones del pantalón. Al fin, pude agacharme, y tras un agudo silbido gaseoso, se produjo la violenta explosión. Mi ojete era la boca de un salvaje volcán del que salían riadas de diarrea, acompañadas por numerosos fragmentos sólidos. A pesar de estar al aire libre, el olor era inaudito y lejos de disiparse, conforme más materia salía de mi cuerpo, más intenso era. La peste era casi masticable, pero no era del todo desagradable. Cuando has comido curry, el olor a hez va acompañado de un intensísimo aroma de especias que, estoy seguro, causaría una gran admiración entre famosos jefes de cocina, como Arzac o Arguiñano.



Aliviado, satisfecho, y sintiendo ese típico bienestar de después de expulsar todo lo malo que llevas dentro, suspiré y me levanté para contemplar mi obra. Es increíble todo lo que ha salido. La mezcla de excrementos líquidos y sólidos sobre el albero del descampado me causó fascinación. A medio camino entre una obra conceptual de arte moderno digna de cualquiera de los museos más “in” del planeta, y un gráfico representativo de la situación socio-político-económica actual de los que ponen en los telediarios, aquella caótica mezcla me hizo reflexionar de lo muchísimo que gana una mierda expulsada en el suelo y no en el aburrido y monótono retrete. Me sentía tan relajado como tras el más intenso de los orgasmos, así que encendí un cigarro y, con los pantalones por las rodillas, empecé a buscar aquel paquetito de pañuelos de papel que eché por la tarde en el bolsillo de la camisa antes de salir de casa. En la camisa no estaba, ni en los bolsillos de los pantalones tampoco. No te preocupes, estará en el chaquetón… Pero tras revisar varias veces el chaquetón, recordé que se los ofrecí gentilmente a aquella señorita del restaurante cuyas mucosidades asomaban por sus orificios nasales amenazando con practicar el salto del ángel en su sopa.

Con los pantalones y los calzoncillos bajados, rebusqué por todo el coche con mucho cuidado de que mis nalgas (las sentía tremendamente sucias, como si me hubiese sentado desnudo en un charco de barro) no tocasen la tapicería. Tenía que tener algo con lo que limpiarme en alguna parte, siempre llevo servilletas y pañuelos en el coche por lo que pueda pasar… Nada, no había nada. Salí del coche, aún con el culo al aire y los huevos colgando, y me encendí otro cigarro mirando a la luna. ¿Qué opciones tengo? ¿Limpiarme con los calzoncillos y dejarlos allí? ¿Limpiarme con el chaleco reflectante del coche? ¿Rebuscar en el descampado algún tipo de papel? Fuese como fuese, algo tengo que hacer. Es peligroso entrar con ese tipo de olores en un coche, porque estos tienen la virtud de atrapar el olor y es muy difícil deshacerse de él una vez que se ha instalado ahí dentro.

En mitad de aquellas reflexiones, un reflejo de luz en una de las ventanas de la Facultad de Medicina hizo centrar mi atención en ese edificio. Tenía una valla bastante bajita y sin pinchos en su parte superior, un pequeño jardín, y un montón de grandes ventanas a escasamente un metro del suelo. Una de las ventanas estaba entreabierta, es la salvación. Entrar rápidamente, buscar un servicio o algo con lo que limpiarse, salir en unos minutos, y por fin, a casa a descansar.

La parte difícil fue saltar la valla. A pesar de que, como dije antes, no era alta, no es nada fácil hacerlo con los pantalones en los tobillos, y justo al pasar las piernas por encima, a punto estuve de pegar una hostia importante. Por fortuna, una agilidad inédita en mí me permitió rehacerme y caer de pié en el césped. Una vez allí, llegar a la ventana y penetrar en el edificio fue muy fácil. Dentro, la oscuridad era casi total, no me podía permitir encender luces (estaba allanando un edificio público para limpiarme el culo) y mi triste mechero sin gas apenas me permitía ver algo. Tropecé con mesas y sillas, dejando caer al suelo todo tipo de objetos, así que comencé a descartar la idea de buscar un servicio, y empecé a buscar cualquier tipo de papel que por lo menos me dejase el ojete lo suficientemente limpio para montarme en el coche y volver a casa tranquilo.

De pronto, en esos pensamientos se infiltraron otros sonidos, como de pasos, y pronto fui consciente de que esos pasos venían de dentro del edificio. Joder, ¿ha venido la policía? ¿Será un vigilante de seguridad? ¿Se creerán mis explicaciones? Por desgracia, entre los pasos, pude llegar a oír la frase: “He escuchado un ruido, ¿será la policía?”, seguido por un: “Si fuese la policía no estarían deambulando a oscuras por el edificio, y habrían venido directamente a por nosotros… Por allí veo un reflejo, ¡vamos!”. Apagué el mechero inmediatamente, pero los pasos y las luces de un par de linternas venían directamente hacia mí. ¿Qué desgracia me esperaba ahora?

Los dos tipos, que me iluminaban con sus linternas, fueron cambiando sus caras de estupor por unas aterradoras sonrisas. Se miraron entre ellos y asintieron. El silencio duró unos segundos más, que a mí me parecieron horas, hasta que uno de ellos le dijo al otro: “Estamos de suerte, no necesitamos seguir buscando como locos en este laberinto de pasillos el depósito de cadáveres de las prácticas, salgamos de aquí cuanto antes”. Fui atando cabos, y el terror se apoderó de mi cuerpo. Me había cruzado con dos tipos armados en busca de un cadáver para Dios sabe qué. Mi vida llegaría a su fin, consecuencia de un apretón inoportuno y de la imposibilidad de aparcar en las ciudades modernas. Es tan ridículo y aterrador verme así…

El más alto de los asaltantes, con un marcado acento de Europa del Este, me sonrió, me guiño un ojo y me dijo: “¿Un último deseo antes de empezar tu último viaje?”. Hundido, humillado y desesperado, sólo fui capaz de pensar en una cosa: “¿Puedo limpiarme el culo y subirme los pantalones?”

martes, marzo 01, 2011

Violencia Sacra



El Padre Mariano contemplaba el cuerpo sin vida de Juan Pablo, propietario del estanco del pueblo, sin poder creer lo que estaban viendo sus ojos. Desde que eran jóvenes, el párroco del pueblo y el estanquero huían de la monotonía del pueblo y, algún que otro viernes noche, se corrían juergas antológicas en cualquier punto discreto de la geografía regional. Aún hoy día, que estaban hechos un par de abueletes, y la moderna era tecnológica-globalizada convertía en una tarea casi imposible hacer alguna escapada pasando desapercibido, seguían encontrando recónditos bares y puticlubs en los que, como en sus tiempos mozos, pasar noches con excesos sexuales y etílicos.

Aquel frío día de febrero, habían ido a tomar café a la capital… café seguido de varios gin-tonics como calentamiento previo, antes de volver al coche y decidir destino (basando siempre la decisión en las chicas más apetecibles para cada día). Como aquel día sentían especial necesidad de chicas del este de Europa, fueron al Club Moscova, oculto en una oscura curva de una de las más estrechas carreteras nacionales que el cura habiese visto nunca. La noche fue como tantas otras, mucho alcohol, las tapitas cutres de casi todos los putis (pinchos de tortilla, chorizo, morcilla… ¿qué clase de hijo de puta iniciaría el complot de poner este tipo de comida tan nociva para el aliento en lugares donde ese aliento irá a parar a la cara de las pobres chicas?) y un polvete con una chica ¿rusa? de la que apenas recordaba nada. De vuelta al pueblo, pararon en la capital para conseguir algo de cocaína a buen precio, y fueron a rematar la noche a la sacristía de la Iglesia. Allí empezó todo a torcerse. Por primera vez en treinta años de amistad y borracheras, el exceso de alcohol con la inestimable ayuda de la farlopa, convirtió una absurda discusión sobre dónde cocinaban mejor los pajaritos fritos, en una acalorada discusión, en la que Mariano, empujando a Juan Pablo “fuera de su Iglesia” como él mismo gritaba, hacía a este desequilibrarse en los escalones del altar, con la mala suerte (castigo divino) de una fuerte caída en una muy mala postura. Cuello roto, amigo muerto. ¿Y ahora qué?

Y ahora qué, el cerebro del cura iba a toda velocidad, consecuencia de la cocaína, pero las ideas era absurdas, consecuencia del alcohol.

- Si llamo a la policía, verán mi estado, me harán análisis, saldrá a la luz la cocaína…y quien sabe si lo de las putas… ¿Quién va a considerarme inocente? Y eso si tengo suerte y no me pillan antes los vecinos y me cuelgan en la Plaza Mayor. Y si no llamo, ¿qué? No puedo dejar un cadáver en frente del altar…

Tenía que ponerse rápidamente en acción. Todo el pueblo sabía de la vida disoluta del estanquero. Si desaparecía de la faz de la tierra, todo el mundo pensará que se habrá fugado con alguna jovencita, por lo que lo que más urgencia corría era quitar el cuerpo de en medio, antes de que amaneciese. Mariano agarró por los pies el cadáver de su amigo y lo arrastró hasta la casa parroquial. Una vez dentro, en la cocina, pensó que lo más fácil sería trocear el cuerpo y sacarlo en un par de maletas, las cuales depositaría en alguna de las grutas de la sierra, por aquellos montes en los que solía jugar de chico, antes de que sus padres muriesen y su acercamiento al seminario se presentase como la única opción de futuro viable.

La tarea de cortar/despedazar/desmembrar se le antojaba muy sencilla, lo había visto cientos de veces en la tele y en el cine. Lo primero, periódicos en el suelo para no manchar mucho de sangre, e ir desmembrando, sin prisa y sin pausa. A continuación, tendría que ir cortando, con algún hacha o similar… Lo más parecido que encontró fue un cuchillo largo y ancho de dientes de sierra que solía usar para cortar el pan, seguro que hace el apaño.

Mariano empezó a cortar por la cabeza, le incomodaba ver el rostro de su amigo, y además, consideró que sería lo más fácil de cortar. Una media hora después consiguió romper el último hilillo que unía la cabeza al cuerpo, pero toda la jodida cocina estaba llena de sangre. Concentrado en cortar piel, tráquea y demás "aparamenta" que emitía todo tipo de soniquetes al ir separando piezas que dejaban escapar gases y fluídos del interior, no fue consciente del estropicio hasta poder separar la jeta del cuello, pero ahora empezaba a preocuparle cómo limpiar sin dejar rastro aquella carnicería. Otra hora después, seguía intentándolo con uno de los brazos… no había modo, y por más fuerza que empleaba, no hacía gran mella en el hueso. Cuando los primeros rayos de sol entraban por la ventana, la hoja del cuchillo se rompió por la mitad, y el sacerdote perdió los nervios comenzando a patear el cuerpo, preso de la histeria. Para colmo, una voz llegaba hasta él, procedente de la Iglesia.

-         ¿Padre Mariano? –Joder, es Tránsito, la pesada anciana, líder de las beatillas chupacirios del pueblo, raro era el día que no pasaba por allí a las horas más insospechadas para comentar con el párroco alguna de sus dudas espirituales.
-         Doña Tránsito, ahora no puedo atenderla, ¿por qué no nos vemos esta tarde?
-         Padre, por favor, estoy en un gran dilema existencial, creo que quiero más a mis perros que a mis nietos y eso no es desde luego ni cristiano ni moral ni ético ni nada, necesito hablar con usted…

Las voces eran cada vez más cercanas, por lo que Mariano no se lo pensó dos veces y corrió hacia la cocina, la vieja no podía ver el cadáver bajo ningún concepto… Lo que no calibró el buen Mariano fue el impacto que recibió la feligresa al ver a su cura, vestido de paisano, cubierto de sangre y con el mango de un cuchillo roto en la mano. Más que el Mariano de siempre, el simpático cura, regordete y con cara de bonachón, parecía un engendro recién salido de los infiernos. El corazón de la vieja, que sobrevivió a la Guerra Civil, a la dictadura, a la corrupta clase política de la "democracia" y a la viudedad, no pudo soportar la aterradora imagen, y Tránsito cayó redonda al suelo.

-         ¡Puta vieja! ¡Jodida puta vieja! ¿Qué cojones hago yo con otro cuerpo en la iglesia? Y cada vez queda menos tiempo para la primera misa de la mañana… joder.

No hay tiempo, había que sacar los cuerpos de allí lo antes posible, y por la noche habrá tiempo de limpiar toda la sangre y rezar para que nadie encuentre jamás los cuerpos. Salió a grandes zancadas de la iglesia, mirando primero a un lado y otro para no ser visto con ese aspecto, lo cual sin duda originaría una rápida presencia de la Guardia Civil, y acercó el coche a la puerta trasera de la casa parroquial. Sacar los cuerpos y meterlos en el maletero no fue tan difícil, el miedo dotó a Mariano de una fuerza superior a la que él mismo pensaba que tenía, y pudo arrastrar hasta la calle los pesos muertos con bastante rapidez. Sin embargo, para cerrar la puerta del maletero, tuvo que buscar un martillo y romper varios huesos para poder plegar los cuerpos formando así un curioso tetris humano en la parte trasera de su viejo Renault.

No podía ponerse a conducir cubierto de sangre, así que tomó una ducha y se puso sus hábitos. Nadie pararía en un control de carretera a un buen cura, hay que aprovechar todas las circunstancias favorables en tal disparatada situación. Mariano se ajustó el volante, giró la llave en el contacto, y salió a bastante más velocidad de la permitida del pueblo. La idea, llegar a aquel viejo camino sin asfaltar que profundizaba en las montañas, y arrastrar los cuerpos hasta alguna de las grutas. Los animales de la sierra harían su trabajo antes de que la policía encontrase los cadáveres, en lo cual tardarían probablemente meses, si no años. Y si no estaba de vuelta a tiempo para la primera misa del día, siempre podría inventar algún sobrinito o primo lejano enfermo. Todo va a salir bien, todo va a salir bien, todo va a salir bien…

Y en ese pensamiento en bucle, la mala suerte volvió a presentarse, en otra macabra broma de aquel dantesco día. Control antidrogas de la Guardia Civil en mitad de la carretera, con varios agentes y perros, los cuales sin ninguna duda se volverán locos con la mezcla de olores a sangre y restos de cocaína (sí, habían estado esnifando en el salpicadero de camino al pueblo). El agente al mando era otro viejo conocido, Fernando, hijo y nieto de guardias civiles. Un cabroncete como cualquier agente de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, pero se conocían de muchos años atrás, y el picoleto siempre había tratado con respeto y educación al clero. Mariano intentaba mostrar su mejor cara, convencido de que Fernando le dejaría ir rápidamente, sin husmear lo más mínimo.

- ¡Buenas tardes Padre! ¿A dónde se dirige tan temprano? ¿No da usted hoy la misa de las nueve?
- Verás Fernando, me acaban de llamar, mi primo Eugenio está realmente enfermo y…

En ese momento, el perro cuya correa sostenía Fernando se volvió completamente loco, y el resto de canes en seguida se acercaron, rodeando el coche ladrando sin parar y mostrando sus amenazantes colmillos. La cara de los guardias cambió la amable sonrisa por un gesto mezcla de sorpresa e indecisión, y el psico-cura no dudó un instante; pisó al fondo el acelerador y atravesó el control, golpeando una de las furgonetas del control, y reventando las ruedas en la alfombra de pinchos típica de este tipo de dispositivos policiales. Mariano pudo controlar el coche un par de curvas más, pero a la tercera, el viejo Renault salió despedido por un pequeño precipicio, estrellándose contra un colosal roble. En el golpe, el maletero se abrió, saliendo disparados los dos cuerpos, así como la cabeza del primero de ellos, que describió en el cielo una bonita parábola para posarse suavemente en una de las ramas más altas de un pino. Por el parabrisas frontal, salía despedido Mariano, mientras por su cabeza resonaba aquella cancioncilla de “ponte el cinturón, ponte el cinturón, tu seguridad es muy importante”.

Mariano estaba tendido boca arriba, con los brazos en cruz, rodeado de árboles altos, que sólo dejaban pasar un rayo de luz directo a los ojos del párroco, quien en su delirio, creía estar viendo al mismísimo Dios dándole la bienvenida al reino de los cielos. No sentía nada de cintura para abajo, sabía que algo le estaba perforando el pecho, pero prefería no saber el qué, y sólo podía ver esa luz cegadora, puerta hacia la vida eterna. Con una sonrisa en la boca, se alegraba de cómo había terminado todo. Todo el mundo le consideraría un asesino, y la leyenda del cura psico-killer circularía durante décadas por todos los pueblos de la España profunda. Sin embargo, no tendría que pagar en vida por sus pecados, y ninguno de ellos había sido premeditado, ni nunca había pretendido hacer daño a nadie. La luz lo dejaba bien claro, Mariano tenía billete de primera clase hacia el ñoño paraíso cristiano… Sólo se arrepentía en ese momento de no haber sido moro, un paraíso con siete vírgenes esperando sería mucho mejor…

miércoles, enero 12, 2011

Soñando con el presente


Seis y media de la mañana. La radio de la mesita de noche que actúa como despertador empieza a sonar con las primeras noticias del día, y Ramón Arteaga abre los ojos mientras gime perezoso. Siempre es una putada ser despertado por un jodido cacharro programado para putearte en el mejor momento de tus sueños pero...¡hoy es viernes! Ramón tenía toda la tarde para escuchar música tendido en el sofá, dedicándose simplemente a hacer el vago durante horas y recuperarse así de la semana laboral. Y después de cenar y pegarse una ducha, saldría por ahí con los amigos de toda la vida. Si de algo se sentía orgulloso a sus treinta y dos años era de conservar a los colegas de siempre y seguir pasando buenos momentos con ellos con cierta frecuencia. La inmensa mayoría de la gente se vuelve imbécil con la edad, y Ramón sentía que en muchos aspectos se había traicionado a sí mismo, pero cuando estaba con los muchachos, había una química especial en el ambiente que hacía que todo fuese como siempre. Por mucho que cambiasen las cosas, por muchas desgracias que pudiesen acontecer, ese “algo” siempre estaba ahí. Y ahí pensaba pasar la noche.

Salió con fuerzas renovadas de la cama, una ducha, un desayuno rápido, y a la jodida oficina de la puta multinacional de la que aberraba en su adolescencia. Hoy había una sonrisa en el rostro de Ramón, y pensaba cepillarla antes de salir a la calle. Mal peinado, como siempre, pero bien vestido, qué remedio, llegó cinco minutos antes de la hora a la oficina y miró el correo personal antes de que llegase el jefe. Dieron las ocho, llegó el jefe y fueron llegando los compañeros (alguno que otro con esa típica cara del que ha salido el jueves). Los viernes sólo tenía que currar siete horas, hasta las tres, y solían ser tranquilos, pero no fue el caso. Tenía mil informes que terminar, el teléfono no paró de sonar, el jefe tenía el día tonto... Eso sí, a las once Ramón disfrutó de su placer de quince minutos de cada día: su café con su cigarrito, leyendo el periódico, en el bar de la esquina. Ese breve espacio de tiempo, a veces sólo, a veces en compañía, es la mejor manera de recargar las pilas en los días más jodidos, además de un breve placer para los cinco sentidos. A las tres en punto, hambriento y cansado, salió de la oficina, charlando con el jefe, que con el paso de las horas y la inminencia del fin de semana fue recobrando el buen humor, se montó en el coche, y a casita.

Mientras aparcaba en frente del edificio de apartamentos donde vivía, una idea acupó su mente por completo: huevos fritos con patatas y chorizo. Con dos cojones, qué mejor comida para un viernes. Dicho y hecho, Ramón puso la freidora a todo trapo, y al poco tiempo estaba lleno, liando el porrito de los viernes después de comer. Relax escuchando música, una siesta, un rato vagueando en la cama escuchando más música... El teléfono suena, a las once y media en el bar de siempre, de puta madre, es el plan que más apetecía al señor Arteaga (como él mismo se llamaba con tono irónico algunas veces frente al espejo). Otra ducha, es un tío muy limpio. Más música, ve algún episodio de alguna serie descargada de internet, una cenita ligera... ¡Y para el bar!

La noche transcurría como otra cualquiera. El bar de siempre, los amigos de siempre, los conocidos de siempre, humo por todas partes, risas, cervezas, cigarros... A veces Ramón pensaba: “es curioso cómo los fines de semana en los que maltrato mi cuerpo como un animal, me encuentro infinitamente más saludable, fuerte y feliz que durante la semana en la que llevo una estricta vida de persona responsable”. Cuando la borrachera era considerable, Ramón decidió retirarse, eran cerca de las tres de la mañana y al día siguiente les esperaba una buena, harían botellón de cumpleaños-rememoración de viejos tiempos con otros colegas que llevaba tiempo sin ver, por lo que no quería acostarse demasiado perjudicado. De vuelta a casa saludó a algunos rostros conocidos, y se cruzó con cientos de jovenzuelos que lo pasaban bien y cuando estaba cruzando la esquina de su calle, apareció una inesperada silueta frente a él.
    - ¡Joder! ¿Marcos? ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¡La hostia! ¿Qué es de tu vida?
    - ¡Hostiaputa Arteaga! No nos vemos desde hace al menos cuatro años, desde que me fui a vivir a Francia he vuelto poco por aquí, la verdad.
    - ¡Qué cabrón! El único que toda la puta vida me ha llamado Arteaga...
Y así continuó la típica conversación de reencuentro, que no podía limitarse a cinco minutos, así que fueron al veinticuatro horas más cercano y compraron un par de litros de cerveza, y a disfrutar el excelente clima de Andalucía que permite beberse unos litros y fumarse unos canutos de hierba cerca de las cuatro de la mañana en un parque precioso. Se pusieron al día, recordaron viejos tiempos, recordaron anécdotas, fumaron, bebieron, rieron...

Se apagaron las risas. Ramón abrió los ojos, sin ruidos, de forma natural, llevaba cerca de dos años sin usar el despertador salvo para alguna cita médica o algún compromiso absurdo. Empezaba otro día de mierda. Otro día a buscar curro en periódicos, internet, en la calle... De lo que sea. No hay modo, uno de cada cuatro parados europeos es de nuestro maravilloso imperio español. Tras cerca de una hora maldiciendo al mundo, salió de la cama, se duchó, se tomó un café medio frío, y salió a la calle para ir a casa de sus padres a usar internet, hace meses que tuvo que dar de baja el ADSL porque no podía afrontar el pago. Podría ir a una cafetería con wifi, pero desde que salió aquella estúpida ley anti-tabaco no le gustaba tomarse café en bares, a solas, aunque estuviese con el ordenador. Además, el grado de frustración era cada día mayor, necesitaba tabaco para no pegarse un tiro mientras un día tras otro veía que no hay nada de nada en lo que echar el currículo. Por otra parte, debería ir acostumbrándose. El paro se había terminado y en un par de meses no le quedaría más remedio que, a sus treinta y dos años, volver al piso de los padres. Es una auténtica pesadilla, y de lo único que se sentía orgulloso era de conservar a los colegas de toda la vida. La lástima es que casi ninguno curraba, y las cosas cada vez estaban más caras, por lo que no se veían tanto como cuando eran jóvenes despreocupados, o no hace tantos años cuando la situación en el país era medianamente normal. El ocio saludable es en su inmensa mayoría un artículo de lujo. Y cada dos por tres el gobierno sube el impuesto del ocio-vicio legal, mientras va ilegalizando los vicios más asequibles. Quizá vayan al bar un rato, hoy que es viernes, el bar de siempre, a tomar una triste cerveza, sin poder fumarse ni siquiera un cigarro, mientras escuchan al dueño lamentarse de que cada vez le cuesta más mantener el negocio. Ni siquiera pueden charlar un rato en el banco de algún parque a beberse una cerveza barata de supermercado y fumarse algo antes de despedirse. ¿Qué será lo próximo? Quizá aprueben una nueva ley en la que se condene con la amputación de manos (o genital, averigua) al que se descargue cualquier cosa de internet. Ramón llegó a una conclusión: mejor no pensarlo más y dormir. Dormir para soñar con la vida que podría llevar, imperfecta pero con sus momentos de bienestar, si no fuera por la incompetencia/indecencia de gobernantes y opositores y la jodida corrección político-social-linguística que nos va a convertir a todos en memos esclavos de los Estados Unidos de Europa (y encima agradecidos de serlo).