miércoles, marzo 16, 2011

Agonía



Volvía a casa en el coche, a toda velocidad, sin hacer ni puto caso a la nueva y absurda limitación a 110 km/h en autovías, y dispuesto a saltarme todos los semáforos posibles al entrar en la ciudad (afortunadamente, era de madrugada y no había apenas coches en carreteras y caminos). Mi trasgresión vial no tenía por objeto una rebeldía anónima contra las leyes de acoso y derribo al ciudadano. Ni siquiera el consumo de drogas o alcohol eran los causantes de mi imprudente temeridad. Tampoco llegaba tarde a una cita con alguna zorra despampanante… Simplemente, me estaba cagando. Hay veces que sientes la necesidad, pero puedes aguantar durante horas sin ir al baño. Otras veces, consigues rebajar la presión interna soltando un cuesco que te permite aliviar la necesidad… Pero otras veces, y ésta era una de ellas, aparecen los sudores fríos, una alarmante palidez de rostro, el malestar general y una presión horrible en el bajo vientre, acompañada de la certeza de que intentar expulsar algo de gas no haría si no adelantar el inminente desastre. Casi se me saltaban las lágrimas cuando vislumbré las luces de la ciudad, pero no hay que cantar victoria, aún no estoy a salvo.

Entré en la avenida de acceso a la ciudad como alma que lleva el diablo. Afortunadamente, no topé con ningún agente de policía y, apretando con fuerza mi esfínter para que nada saliese antes de tiempo, fui atravesando avenidas y calles, al doble de la velocidad permitida, dando unas curvas que ni Carlos Sainz antes de ser gafe. Mi apartamento está bastante cerca de los accesos a la ciudad, y aquella noche no debí tardar más de cinco minutos en llegar a mi calle, pero probablemente fueron los cinco minutos más largos de mi vida. Notaba como la punta del iceberg empezaba a asomar, y el terror y la frustración se apoderaron de mí al constatar que, como viene siendo habitual en los últimos tiempos, no hay ni una sola plaza de aparcamiento libre.

Desesperado, angustiado, y ya sí, llorando abiertamente, callejeé como un loco en busca de cualquier aparcamiento que propiciase la salvación y redención de mi estómago pecador. Tras un par de vueltas desesperadas al barrio, en las que estuve apunto de atropellar a un grupo de adolescentes ebrias y ligeras de ropa, que cruzaban la calle sin mirar, una oportuna idea hizo acto de presencia en mi mente: “Hay un descampado no muy lejos de aquí, detrás de la Facultad de Medicina”. Excelente, allí podré dejar el coche tranquilamente, plegar mis ancas, y liberar todo el mal que llevo dentro. Y ya luego, aliviado y feliz, me encenderé un cigarro y buscaré donde aparcar cerca de casa. 

Al entrar en el oscuro descampado, el corazón se me iluminó. Era el sitio perfecto: un lugar aislado, amplio, oscuro en el que lo único que había era algunos coches estacionados. Paré el coche en una de las esquinas, y me bajé corriendo a sabiendas de que mi cuerpo ya no podría ofrecer mucho más que unos segundos de resistencia ante la inminente erupción. Más que quitarme el cinturón de seguridad, lo arranqué violentamente, y salí de un salto del coche, dejando la puerta abierta y retorciéndome de dolor mientras desabrochaba los botones del pantalón. Al fin, pude agacharme, y tras un agudo silbido gaseoso, se produjo la violenta explosión. Mi ojete era la boca de un salvaje volcán del que salían riadas de diarrea, acompañadas por numerosos fragmentos sólidos. A pesar de estar al aire libre, el olor era inaudito y lejos de disiparse, conforme más materia salía de mi cuerpo, más intenso era. La peste era casi masticable, pero no era del todo desagradable. Cuando has comido curry, el olor a hez va acompañado de un intensísimo aroma de especias que, estoy seguro, causaría una gran admiración entre famosos jefes de cocina, como Arzac o Arguiñano.



Aliviado, satisfecho, y sintiendo ese típico bienestar de después de expulsar todo lo malo que llevas dentro, suspiré y me levanté para contemplar mi obra. Es increíble todo lo que ha salido. La mezcla de excrementos líquidos y sólidos sobre el albero del descampado me causó fascinación. A medio camino entre una obra conceptual de arte moderno digna de cualquiera de los museos más “in” del planeta, y un gráfico representativo de la situación socio-político-económica actual de los que ponen en los telediarios, aquella caótica mezcla me hizo reflexionar de lo muchísimo que gana una mierda expulsada en el suelo y no en el aburrido y monótono retrete. Me sentía tan relajado como tras el más intenso de los orgasmos, así que encendí un cigarro y, con los pantalones por las rodillas, empecé a buscar aquel paquetito de pañuelos de papel que eché por la tarde en el bolsillo de la camisa antes de salir de casa. En la camisa no estaba, ni en los bolsillos de los pantalones tampoco. No te preocupes, estará en el chaquetón… Pero tras revisar varias veces el chaquetón, recordé que se los ofrecí gentilmente a aquella señorita del restaurante cuyas mucosidades asomaban por sus orificios nasales amenazando con practicar el salto del ángel en su sopa.

Con los pantalones y los calzoncillos bajados, rebusqué por todo el coche con mucho cuidado de que mis nalgas (las sentía tremendamente sucias, como si me hubiese sentado desnudo en un charco de barro) no tocasen la tapicería. Tenía que tener algo con lo que limpiarme en alguna parte, siempre llevo servilletas y pañuelos en el coche por lo que pueda pasar… Nada, no había nada. Salí del coche, aún con el culo al aire y los huevos colgando, y me encendí otro cigarro mirando a la luna. ¿Qué opciones tengo? ¿Limpiarme con los calzoncillos y dejarlos allí? ¿Limpiarme con el chaleco reflectante del coche? ¿Rebuscar en el descampado algún tipo de papel? Fuese como fuese, algo tengo que hacer. Es peligroso entrar con ese tipo de olores en un coche, porque estos tienen la virtud de atrapar el olor y es muy difícil deshacerse de él una vez que se ha instalado ahí dentro.

En mitad de aquellas reflexiones, un reflejo de luz en una de las ventanas de la Facultad de Medicina hizo centrar mi atención en ese edificio. Tenía una valla bastante bajita y sin pinchos en su parte superior, un pequeño jardín, y un montón de grandes ventanas a escasamente un metro del suelo. Una de las ventanas estaba entreabierta, es la salvación. Entrar rápidamente, buscar un servicio o algo con lo que limpiarse, salir en unos minutos, y por fin, a casa a descansar.

La parte difícil fue saltar la valla. A pesar de que, como dije antes, no era alta, no es nada fácil hacerlo con los pantalones en los tobillos, y justo al pasar las piernas por encima, a punto estuve de pegar una hostia importante. Por fortuna, una agilidad inédita en mí me permitió rehacerme y caer de pié en el césped. Una vez allí, llegar a la ventana y penetrar en el edificio fue muy fácil. Dentro, la oscuridad era casi total, no me podía permitir encender luces (estaba allanando un edificio público para limpiarme el culo) y mi triste mechero sin gas apenas me permitía ver algo. Tropecé con mesas y sillas, dejando caer al suelo todo tipo de objetos, así que comencé a descartar la idea de buscar un servicio, y empecé a buscar cualquier tipo de papel que por lo menos me dejase el ojete lo suficientemente limpio para montarme en el coche y volver a casa tranquilo.

De pronto, en esos pensamientos se infiltraron otros sonidos, como de pasos, y pronto fui consciente de que esos pasos venían de dentro del edificio. Joder, ¿ha venido la policía? ¿Será un vigilante de seguridad? ¿Se creerán mis explicaciones? Por desgracia, entre los pasos, pude llegar a oír la frase: “He escuchado un ruido, ¿será la policía?”, seguido por un: “Si fuese la policía no estarían deambulando a oscuras por el edificio, y habrían venido directamente a por nosotros… Por allí veo un reflejo, ¡vamos!”. Apagué el mechero inmediatamente, pero los pasos y las luces de un par de linternas venían directamente hacia mí. ¿Qué desgracia me esperaba ahora?

Los dos tipos, que me iluminaban con sus linternas, fueron cambiando sus caras de estupor por unas aterradoras sonrisas. Se miraron entre ellos y asintieron. El silencio duró unos segundos más, que a mí me parecieron horas, hasta que uno de ellos le dijo al otro: “Estamos de suerte, no necesitamos seguir buscando como locos en este laberinto de pasillos el depósito de cadáveres de las prácticas, salgamos de aquí cuanto antes”. Fui atando cabos, y el terror se apoderó de mi cuerpo. Me había cruzado con dos tipos armados en busca de un cadáver para Dios sabe qué. Mi vida llegaría a su fin, consecuencia de un apretón inoportuno y de la imposibilidad de aparcar en las ciudades modernas. Es tan ridículo y aterrador verme así…

El más alto de los asaltantes, con un marcado acento de Europa del Este, me sonrió, me guiño un ojo y me dijo: “¿Un último deseo antes de empezar tu último viaje?”. Hundido, humillado y desesperado, sólo fui capaz de pensar en una cosa: “¿Puedo limpiarme el culo y subirme los pantalones?”

martes, marzo 01, 2011

Violencia Sacra



El Padre Mariano contemplaba el cuerpo sin vida de Juan Pablo, propietario del estanco del pueblo, sin poder creer lo que estaban viendo sus ojos. Desde que eran jóvenes, el párroco del pueblo y el estanquero huían de la monotonía del pueblo y, algún que otro viernes noche, se corrían juergas antológicas en cualquier punto discreto de la geografía regional. Aún hoy día, que estaban hechos un par de abueletes, y la moderna era tecnológica-globalizada convertía en una tarea casi imposible hacer alguna escapada pasando desapercibido, seguían encontrando recónditos bares y puticlubs en los que, como en sus tiempos mozos, pasar noches con excesos sexuales y etílicos.

Aquel frío día de febrero, habían ido a tomar café a la capital… café seguido de varios gin-tonics como calentamiento previo, antes de volver al coche y decidir destino (basando siempre la decisión en las chicas más apetecibles para cada día). Como aquel día sentían especial necesidad de chicas del este de Europa, fueron al Club Moscova, oculto en una oscura curva de una de las más estrechas carreteras nacionales que el cura habiese visto nunca. La noche fue como tantas otras, mucho alcohol, las tapitas cutres de casi todos los putis (pinchos de tortilla, chorizo, morcilla… ¿qué clase de hijo de puta iniciaría el complot de poner este tipo de comida tan nociva para el aliento en lugares donde ese aliento irá a parar a la cara de las pobres chicas?) y un polvete con una chica ¿rusa? de la que apenas recordaba nada. De vuelta al pueblo, pararon en la capital para conseguir algo de cocaína a buen precio, y fueron a rematar la noche a la sacristía de la Iglesia. Allí empezó todo a torcerse. Por primera vez en treinta años de amistad y borracheras, el exceso de alcohol con la inestimable ayuda de la farlopa, convirtió una absurda discusión sobre dónde cocinaban mejor los pajaritos fritos, en una acalorada discusión, en la que Mariano, empujando a Juan Pablo “fuera de su Iglesia” como él mismo gritaba, hacía a este desequilibrarse en los escalones del altar, con la mala suerte (castigo divino) de una fuerte caída en una muy mala postura. Cuello roto, amigo muerto. ¿Y ahora qué?

Y ahora qué, el cerebro del cura iba a toda velocidad, consecuencia de la cocaína, pero las ideas era absurdas, consecuencia del alcohol.

- Si llamo a la policía, verán mi estado, me harán análisis, saldrá a la luz la cocaína…y quien sabe si lo de las putas… ¿Quién va a considerarme inocente? Y eso si tengo suerte y no me pillan antes los vecinos y me cuelgan en la Plaza Mayor. Y si no llamo, ¿qué? No puedo dejar un cadáver en frente del altar…

Tenía que ponerse rápidamente en acción. Todo el pueblo sabía de la vida disoluta del estanquero. Si desaparecía de la faz de la tierra, todo el mundo pensará que se habrá fugado con alguna jovencita, por lo que lo que más urgencia corría era quitar el cuerpo de en medio, antes de que amaneciese. Mariano agarró por los pies el cadáver de su amigo y lo arrastró hasta la casa parroquial. Una vez dentro, en la cocina, pensó que lo más fácil sería trocear el cuerpo y sacarlo en un par de maletas, las cuales depositaría en alguna de las grutas de la sierra, por aquellos montes en los que solía jugar de chico, antes de que sus padres muriesen y su acercamiento al seminario se presentase como la única opción de futuro viable.

La tarea de cortar/despedazar/desmembrar se le antojaba muy sencilla, lo había visto cientos de veces en la tele y en el cine. Lo primero, periódicos en el suelo para no manchar mucho de sangre, e ir desmembrando, sin prisa y sin pausa. A continuación, tendría que ir cortando, con algún hacha o similar… Lo más parecido que encontró fue un cuchillo largo y ancho de dientes de sierra que solía usar para cortar el pan, seguro que hace el apaño.

Mariano empezó a cortar por la cabeza, le incomodaba ver el rostro de su amigo, y además, consideró que sería lo más fácil de cortar. Una media hora después consiguió romper el último hilillo que unía la cabeza al cuerpo, pero toda la jodida cocina estaba llena de sangre. Concentrado en cortar piel, tráquea y demás "aparamenta" que emitía todo tipo de soniquetes al ir separando piezas que dejaban escapar gases y fluídos del interior, no fue consciente del estropicio hasta poder separar la jeta del cuello, pero ahora empezaba a preocuparle cómo limpiar sin dejar rastro aquella carnicería. Otra hora después, seguía intentándolo con uno de los brazos… no había modo, y por más fuerza que empleaba, no hacía gran mella en el hueso. Cuando los primeros rayos de sol entraban por la ventana, la hoja del cuchillo se rompió por la mitad, y el sacerdote perdió los nervios comenzando a patear el cuerpo, preso de la histeria. Para colmo, una voz llegaba hasta él, procedente de la Iglesia.

-         ¿Padre Mariano? –Joder, es Tránsito, la pesada anciana, líder de las beatillas chupacirios del pueblo, raro era el día que no pasaba por allí a las horas más insospechadas para comentar con el párroco alguna de sus dudas espirituales.
-         Doña Tránsito, ahora no puedo atenderla, ¿por qué no nos vemos esta tarde?
-         Padre, por favor, estoy en un gran dilema existencial, creo que quiero más a mis perros que a mis nietos y eso no es desde luego ni cristiano ni moral ni ético ni nada, necesito hablar con usted…

Las voces eran cada vez más cercanas, por lo que Mariano no se lo pensó dos veces y corrió hacia la cocina, la vieja no podía ver el cadáver bajo ningún concepto… Lo que no calibró el buen Mariano fue el impacto que recibió la feligresa al ver a su cura, vestido de paisano, cubierto de sangre y con el mango de un cuchillo roto en la mano. Más que el Mariano de siempre, el simpático cura, regordete y con cara de bonachón, parecía un engendro recién salido de los infiernos. El corazón de la vieja, que sobrevivió a la Guerra Civil, a la dictadura, a la corrupta clase política de la "democracia" y a la viudedad, no pudo soportar la aterradora imagen, y Tránsito cayó redonda al suelo.

-         ¡Puta vieja! ¡Jodida puta vieja! ¿Qué cojones hago yo con otro cuerpo en la iglesia? Y cada vez queda menos tiempo para la primera misa de la mañana… joder.

No hay tiempo, había que sacar los cuerpos de allí lo antes posible, y por la noche habrá tiempo de limpiar toda la sangre y rezar para que nadie encuentre jamás los cuerpos. Salió a grandes zancadas de la iglesia, mirando primero a un lado y otro para no ser visto con ese aspecto, lo cual sin duda originaría una rápida presencia de la Guardia Civil, y acercó el coche a la puerta trasera de la casa parroquial. Sacar los cuerpos y meterlos en el maletero no fue tan difícil, el miedo dotó a Mariano de una fuerza superior a la que él mismo pensaba que tenía, y pudo arrastrar hasta la calle los pesos muertos con bastante rapidez. Sin embargo, para cerrar la puerta del maletero, tuvo que buscar un martillo y romper varios huesos para poder plegar los cuerpos formando así un curioso tetris humano en la parte trasera de su viejo Renault.

No podía ponerse a conducir cubierto de sangre, así que tomó una ducha y se puso sus hábitos. Nadie pararía en un control de carretera a un buen cura, hay que aprovechar todas las circunstancias favorables en tal disparatada situación. Mariano se ajustó el volante, giró la llave en el contacto, y salió a bastante más velocidad de la permitida del pueblo. La idea, llegar a aquel viejo camino sin asfaltar que profundizaba en las montañas, y arrastrar los cuerpos hasta alguna de las grutas. Los animales de la sierra harían su trabajo antes de que la policía encontrase los cadáveres, en lo cual tardarían probablemente meses, si no años. Y si no estaba de vuelta a tiempo para la primera misa del día, siempre podría inventar algún sobrinito o primo lejano enfermo. Todo va a salir bien, todo va a salir bien, todo va a salir bien…

Y en ese pensamiento en bucle, la mala suerte volvió a presentarse, en otra macabra broma de aquel dantesco día. Control antidrogas de la Guardia Civil en mitad de la carretera, con varios agentes y perros, los cuales sin ninguna duda se volverán locos con la mezcla de olores a sangre y restos de cocaína (sí, habían estado esnifando en el salpicadero de camino al pueblo). El agente al mando era otro viejo conocido, Fernando, hijo y nieto de guardias civiles. Un cabroncete como cualquier agente de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, pero se conocían de muchos años atrás, y el picoleto siempre había tratado con respeto y educación al clero. Mariano intentaba mostrar su mejor cara, convencido de que Fernando le dejaría ir rápidamente, sin husmear lo más mínimo.

- ¡Buenas tardes Padre! ¿A dónde se dirige tan temprano? ¿No da usted hoy la misa de las nueve?
- Verás Fernando, me acaban de llamar, mi primo Eugenio está realmente enfermo y…

En ese momento, el perro cuya correa sostenía Fernando se volvió completamente loco, y el resto de canes en seguida se acercaron, rodeando el coche ladrando sin parar y mostrando sus amenazantes colmillos. La cara de los guardias cambió la amable sonrisa por un gesto mezcla de sorpresa e indecisión, y el psico-cura no dudó un instante; pisó al fondo el acelerador y atravesó el control, golpeando una de las furgonetas del control, y reventando las ruedas en la alfombra de pinchos típica de este tipo de dispositivos policiales. Mariano pudo controlar el coche un par de curvas más, pero a la tercera, el viejo Renault salió despedido por un pequeño precipicio, estrellándose contra un colosal roble. En el golpe, el maletero se abrió, saliendo disparados los dos cuerpos, así como la cabeza del primero de ellos, que describió en el cielo una bonita parábola para posarse suavemente en una de las ramas más altas de un pino. Por el parabrisas frontal, salía despedido Mariano, mientras por su cabeza resonaba aquella cancioncilla de “ponte el cinturón, ponte el cinturón, tu seguridad es muy importante”.

Mariano estaba tendido boca arriba, con los brazos en cruz, rodeado de árboles altos, que sólo dejaban pasar un rayo de luz directo a los ojos del párroco, quien en su delirio, creía estar viendo al mismísimo Dios dándole la bienvenida al reino de los cielos. No sentía nada de cintura para abajo, sabía que algo le estaba perforando el pecho, pero prefería no saber el qué, y sólo podía ver esa luz cegadora, puerta hacia la vida eterna. Con una sonrisa en la boca, se alegraba de cómo había terminado todo. Todo el mundo le consideraría un asesino, y la leyenda del cura psico-killer circularía durante décadas por todos los pueblos de la España profunda. Sin embargo, no tendría que pagar en vida por sus pecados, y ninguno de ellos había sido premeditado, ni nunca había pretendido hacer daño a nadie. La luz lo dejaba bien claro, Mariano tenía billete de primera clase hacia el ñoño paraíso cristiano… Sólo se arrepentía en ese momento de no haber sido moro, un paraíso con siete vírgenes esperando sería mucho mejor…