miércoles, enero 12, 2011

Soñando con el presente


Seis y media de la mañana. La radio de la mesita de noche que actúa como despertador empieza a sonar con las primeras noticias del día, y Ramón Arteaga abre los ojos mientras gime perezoso. Siempre es una putada ser despertado por un jodido cacharro programado para putearte en el mejor momento de tus sueños pero...¡hoy es viernes! Ramón tenía toda la tarde para escuchar música tendido en el sofá, dedicándose simplemente a hacer el vago durante horas y recuperarse así de la semana laboral. Y después de cenar y pegarse una ducha, saldría por ahí con los amigos de toda la vida. Si de algo se sentía orgulloso a sus treinta y dos años era de conservar a los colegas de siempre y seguir pasando buenos momentos con ellos con cierta frecuencia. La inmensa mayoría de la gente se vuelve imbécil con la edad, y Ramón sentía que en muchos aspectos se había traicionado a sí mismo, pero cuando estaba con los muchachos, había una química especial en el ambiente que hacía que todo fuese como siempre. Por mucho que cambiasen las cosas, por muchas desgracias que pudiesen acontecer, ese “algo” siempre estaba ahí. Y ahí pensaba pasar la noche.

Salió con fuerzas renovadas de la cama, una ducha, un desayuno rápido, y a la jodida oficina de la puta multinacional de la que aberraba en su adolescencia. Hoy había una sonrisa en el rostro de Ramón, y pensaba cepillarla antes de salir a la calle. Mal peinado, como siempre, pero bien vestido, qué remedio, llegó cinco minutos antes de la hora a la oficina y miró el correo personal antes de que llegase el jefe. Dieron las ocho, llegó el jefe y fueron llegando los compañeros (alguno que otro con esa típica cara del que ha salido el jueves). Los viernes sólo tenía que currar siete horas, hasta las tres, y solían ser tranquilos, pero no fue el caso. Tenía mil informes que terminar, el teléfono no paró de sonar, el jefe tenía el día tonto... Eso sí, a las once Ramón disfrutó de su placer de quince minutos de cada día: su café con su cigarrito, leyendo el periódico, en el bar de la esquina. Ese breve espacio de tiempo, a veces sólo, a veces en compañía, es la mejor manera de recargar las pilas en los días más jodidos, además de un breve placer para los cinco sentidos. A las tres en punto, hambriento y cansado, salió de la oficina, charlando con el jefe, que con el paso de las horas y la inminencia del fin de semana fue recobrando el buen humor, se montó en el coche, y a casita.

Mientras aparcaba en frente del edificio de apartamentos donde vivía, una idea acupó su mente por completo: huevos fritos con patatas y chorizo. Con dos cojones, qué mejor comida para un viernes. Dicho y hecho, Ramón puso la freidora a todo trapo, y al poco tiempo estaba lleno, liando el porrito de los viernes después de comer. Relax escuchando música, una siesta, un rato vagueando en la cama escuchando más música... El teléfono suena, a las once y media en el bar de siempre, de puta madre, es el plan que más apetecía al señor Arteaga (como él mismo se llamaba con tono irónico algunas veces frente al espejo). Otra ducha, es un tío muy limpio. Más música, ve algún episodio de alguna serie descargada de internet, una cenita ligera... ¡Y para el bar!

La noche transcurría como otra cualquiera. El bar de siempre, los amigos de siempre, los conocidos de siempre, humo por todas partes, risas, cervezas, cigarros... A veces Ramón pensaba: “es curioso cómo los fines de semana en los que maltrato mi cuerpo como un animal, me encuentro infinitamente más saludable, fuerte y feliz que durante la semana en la que llevo una estricta vida de persona responsable”. Cuando la borrachera era considerable, Ramón decidió retirarse, eran cerca de las tres de la mañana y al día siguiente les esperaba una buena, harían botellón de cumpleaños-rememoración de viejos tiempos con otros colegas que llevaba tiempo sin ver, por lo que no quería acostarse demasiado perjudicado. De vuelta a casa saludó a algunos rostros conocidos, y se cruzó con cientos de jovenzuelos que lo pasaban bien y cuando estaba cruzando la esquina de su calle, apareció una inesperada silueta frente a él.
    - ¡Joder! ¿Marcos? ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¡La hostia! ¿Qué es de tu vida?
    - ¡Hostiaputa Arteaga! No nos vemos desde hace al menos cuatro años, desde que me fui a vivir a Francia he vuelto poco por aquí, la verdad.
    - ¡Qué cabrón! El único que toda la puta vida me ha llamado Arteaga...
Y así continuó la típica conversación de reencuentro, que no podía limitarse a cinco minutos, así que fueron al veinticuatro horas más cercano y compraron un par de litros de cerveza, y a disfrutar el excelente clima de Andalucía que permite beberse unos litros y fumarse unos canutos de hierba cerca de las cuatro de la mañana en un parque precioso. Se pusieron al día, recordaron viejos tiempos, recordaron anécdotas, fumaron, bebieron, rieron...

Se apagaron las risas. Ramón abrió los ojos, sin ruidos, de forma natural, llevaba cerca de dos años sin usar el despertador salvo para alguna cita médica o algún compromiso absurdo. Empezaba otro día de mierda. Otro día a buscar curro en periódicos, internet, en la calle... De lo que sea. No hay modo, uno de cada cuatro parados europeos es de nuestro maravilloso imperio español. Tras cerca de una hora maldiciendo al mundo, salió de la cama, se duchó, se tomó un café medio frío, y salió a la calle para ir a casa de sus padres a usar internet, hace meses que tuvo que dar de baja el ADSL porque no podía afrontar el pago. Podría ir a una cafetería con wifi, pero desde que salió aquella estúpida ley anti-tabaco no le gustaba tomarse café en bares, a solas, aunque estuviese con el ordenador. Además, el grado de frustración era cada día mayor, necesitaba tabaco para no pegarse un tiro mientras un día tras otro veía que no hay nada de nada en lo que echar el currículo. Por otra parte, debería ir acostumbrándose. El paro se había terminado y en un par de meses no le quedaría más remedio que, a sus treinta y dos años, volver al piso de los padres. Es una auténtica pesadilla, y de lo único que se sentía orgulloso era de conservar a los colegas de toda la vida. La lástima es que casi ninguno curraba, y las cosas cada vez estaban más caras, por lo que no se veían tanto como cuando eran jóvenes despreocupados, o no hace tantos años cuando la situación en el país era medianamente normal. El ocio saludable es en su inmensa mayoría un artículo de lujo. Y cada dos por tres el gobierno sube el impuesto del ocio-vicio legal, mientras va ilegalizando los vicios más asequibles. Quizá vayan al bar un rato, hoy que es viernes, el bar de siempre, a tomar una triste cerveza, sin poder fumarse ni siquiera un cigarro, mientras escuchan al dueño lamentarse de que cada vez le cuesta más mantener el negocio. Ni siquiera pueden charlar un rato en el banco de algún parque a beberse una cerveza barata de supermercado y fumarse algo antes de despedirse. ¿Qué será lo próximo? Quizá aprueben una nueva ley en la que se condene con la amputación de manos (o genital, averigua) al que se descargue cualquier cosa de internet. Ramón llegó a una conclusión: mejor no pensarlo más y dormir. Dormir para soñar con la vida que podría llevar, imperfecta pero con sus momentos de bienestar, si no fuera por la incompetencia/indecencia de gobernantes y opositores y la jodida corrección político-social-linguística que nos va a convertir a todos en memos esclavos de los Estados Unidos de Europa (y encima agradecidos de serlo).