El par de señoras gruesas dejaban enfriar el té mientras ingerían galletitas y pastas compulsivamente. Cuando días atrás recibieron la llamada de Eladio, primero se extrañaron y actuaron con recelo –no habían tenido el más mínimo contacto con aquel tipo en veinte años- pero, tras hablarlo entre ellas decidieron que sería bueno quedar con él para cerrar aquella dolorosa etapa de sus vidas. Habían pasado un buen rato –más agradable de lo esperado- ojeando fotos antiguas y compartiendo viejas anécdotas de cuando todos eran amigos. Entonces, Eladio anunció que había llegado la hora de la sorpresa y que debían disculparle pues las dejaría solas durante unos diez minutos ya que debía ir al sótano a buscar lo que tantas ganas tenía de enseñarles.
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Teresa, la que fuera novia de Juan en su juventud, había rehecho su vida y se consideraba una persona feliz. Llevaba ya trece años casada con un tipo podrido de pasta, tenía dos hijos, un buen trabajo, un piso en el centro, un coche alemán… No se podía quejar, en absoluto, pero la trágica y misteriosa desaparición del que fuera su novio y gran amor de su vida era una herida que nunca llegó a cerrarse completamente. ¿Qué pasó con él? ¿Tuvo algún accidente? ¿Alguien le hizo algo? ¿Decidió simplemente desaparecer? Él hablaba mucho de su desencanto con el mundo y de cómo le gustaría irse a vivir a algún sitio alejado y solitario, pero Isabel, la mejor amiga del desaparecido, siempre sostuvo que él no se habría ido sin decirle nada a nadie, y que en el fondo era un sentimental ligeramente egocéntrico que necesitaba gente a su alrededor y sentirse el centro de atención. Además, era una persona muy apegada a los bienes materiales –su colección de discos, su mesa de mezclas, su ordenador, etc- y no iba simplemente a dejarlo todo sin llevar consigo ninguna de sus pertenencias… Por otra parte, había pasado demasiado tiempo desde su desaparición, demasiado tiempo sin noticias, ¿qué había sido de él? ¿Abducción extraterrestre quizás? Algo en su interior le llevaba diciendo todo este tiempo que Juan seguía vivo… Había llegado el momento de quedar, hablar sobre él, ojear viejas fotos, dejar que la herida cicatrice y considerar muerta de una vez por todas aquella pesadilla.
Tras contestar el teléfono y reconocer la voz de Eladio, Isabel pasó, como es habitual en ella, varios minutos gritando sin escuchar, dejando claro que ella era la víctima de todo lo que pasase en el mundo, y echando en cara acontecimientos pasados. Ella no era como Teresa, que en su juventud fue una flacucha de pechos descomunales y culo apetecible. Su gordura y su cara de hombre le habían amargado la infancia y la habían desquiciado en la adolescencia, hasta que decidió empezar a manipular a la gente y vengarse del mundo. No era guapa ni atractiva –estaba más cerca de tener órbita propia que de ser atractiva- pero era una mujer inteligente, siempre lo había sido, y se dio cuenta que paseando ligera de ropa y ofreciendo sexo oral con pasmosa facilidad podría conseguir lo que quisiera de los hombres para tirarlos a la basura una vez terminase con ellos. Así fue como conoció a Eladio y a Juan, y con esa clase de estratagemas terminó con la amistad que ambos mantenían desde la infancia. La mentira había sido siempre su bandera, y por ello Eladio le negó la palabra unas dos décadas atrás, al contrario que Juan, que siempre estuvo dispuesto a seguirle el juego. ¿Y ahora llamaba a su casa? ¿Qué se ha creído ese cretino?
Cuando Eladio pudo por fin explicarse, Isabel vislumbró la oportunidad de pasar un buen rato a costa de aquel imbécil ya que su vida era demasiado aburrida. Pasaba el tiempo a solas en casa con sus gatos. No trabajaba –entre las subvenciones que conseguía estafando al estado y lo que había sacado a sus muchos novios a lo largo de los años, no necesitaba más ingresos- y tampoco le quedaban ya apenas amigos, por lo que los días eran largos y pesados, ocupados en su mayoría viendo la tele en el sofá, criando más y más kilos de grasa que le acercaban peligrosamente al límite entre la gordura y la obesidad mórbida. Seguro que Eladio conservaba muchas fotos antiguas de Juan, al que no podía evitar echar de menos casi a diario. Y ella era especialista en sacar a aquel imbécil de sus casillas… Definitivamente esperaría la llamada de Teresa, que al parecer ya había hablado con Eladio, y quedarían para ir juntas.
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- ¿Qué será lo que tiene tanto interés en mostrarnos después de tantos años sin vernos? Estoy realmente intrigada –preguntó Teresa a Isabel, mientras inspeccionaba cada milímetro de la cocina en la que Eladio les había invitado a sentarse.
- Bah, no te hagas demasiados ilusiones, será otro álbum de fotos de cuando eran niños, o alguna chorrada por el estilo. Ese tipo es un perdedor y no creo que tenga nada demasiado “cool” que ofrecernos. Por cierto, ¿te has fijado en su aspecto? Sigue llevando las mismas camisetas y los mismos vaqueros que cuando tenía veinte… Patético. ¿Y has visto la decoración del chalet? Una casa tan bonita y tan desaprovechada, y con perros por todas partes…
- ¿Y eso lo dice la loca de los gatos? –cortó Teresa.
- ¿Te vas a poner de su parte? ¿En serio? Escúchame, la gente no cambia, y si este hombre fue un hijo de puta en el pasado contigo, conmigo y con el que era tu novio, lo sigue siendo ahora, sin duda.
- ¿Eso quiere decir que sigues siendo una zorra? Oye, se que intentaste montártelo con Juan más de una vez, y no se si lo conseguiste ni quiero saberlo, pero deja ya de meter cizaña, ¿de acuerdo? Eladio nos ha invitado a merendar, está compartiendo recuerdos con nosotros y regalándonos algunas fotos que estoy segura, son valiosas para él, así que por favor, no lo estropees todo.
En mitad de esta discusión de orondas, un extraño ruido subió desde el sótano que se comunicaba con la cocina a través de una robusta puerta de madera. Pareció una mezcla de lamento y grito de dolor, pero no parecía humano. El cerebro de Teresa lo identificó como el sonido del orgasmo de las tortugas gigantes del caribe. ¿Qué diantres estaba haciendo el anfitrión? Cada vez estaba más intrigada, a la vez que veía mayor odio en los ojos de Isabel, que seguía farfullando sobre la poca clase de Eladio. Éste, por su parte, en la penumbra del sótano, intentaba resolver algo que no había considerado antes. Iba a cargar lo que quedaba de Juan y lo iba a colocar sobre la mesa donde estaban tomando la merienda, tapado con una sábana para, al retirarla, gritar “¡sorpresa!”, hacer ver a las perras pesadas aquel torso maltratado y aún vivo, e iniciar la cacería mientras su perjudicado amigo lo presenciaba todo, ¿cómo hacerlo de la manera más artística posible?
La puerta se abrió de par en par y apareció Eladio tambaleándose con un extraño bulto cubierto por una sábana. Aquella “cosa” era sin duda la emisora de aquellos sonidos tan desagradables. Teresa quedó petrificada, muerta de miedo, tratando de imaginar qué clase de bicho demoníaco iba a aparecer.
- ¿Qué clase de truco es este ahora? ¿Pretendes asustarnos con esa especie de fantasma que traes a cuestas? Voy a terminarme el té y me iré a mi casa, estoy harta de tanta tontería… - Dijo con soberbia Isabel.
- Querida Isabel, no es mi intención asustaros, sino haceros felices… Os he echado tanto de menos todos estos años, especialmente a ti… Que no quería dejar seguir pasando la vida sin responder a vuestra gran pregunta, ¿qué fue de Juan? –En ese momento, Eladio tiró el bulto al suelo y retiró las sábanas, dejando a la vista a aquella masa amorfa de carne con ojos. ¡Sorpresa! La desnudez del pedazo humano dejaba a la vista sus muchos muñones, y su cara era una desdibujada mueca, desfigurada horriblemente tras años de torturas y sufrimiento. Las dos gordas abrieron tanto sus ojos que parecía que iban a salirse de sus órbitas. Teresa quedó completamente paralizada y la única reacción de la que fue capaz su cuerpo fue vomitar en una cantidad absurdamente abundante. Isabel, por su parte, siempre más despierta y espabilada, saltó hacia la puerta que iba de la cocina hacia la entrada con la intención de escapar de aquel lugar lo antes posible y llamar a la policía. Llegó a la entrada de la casa en pocos segundos sin ser seguida… pero la puerta era de seguridad y estaba cerrada con llave. No le quedaba más remedio que buscar otra salida o algún teléfono, pero conociendo a aquel psicópata, seguramente todas estaban bloqueadas y la línea desconectada… Tenía que buscar un arma y un escondite…
Teresa, aún sentada y paralizada, cubierta de vómito, lloraba desconsolada presa del pánico, mirando a los ojos a Juan, el que fuera su novio, el que fuera el hombre con el que quería compartir su vida, el que la hacía reír, el que la hacía feliz, el que la hacía estremecerse en la cama, el que al menos era un hombre… Ahora era “una cosa”, no podía definirlo de otra manera, ni siquiera podía pensar en aquel loco que las había llevado allí para enseñarles aquel horror, no podía mover el cuerpo ni pensar con claridad, sólo podía mirar a lo que quedaba de Juan y sentir pena, miedo y asco. ¿Por qué Eladio estaba haciendo esto? ¿Por qué había mantenido con vida a Juan? ¿Cómo lo había hecho? ¿Por qué ahora, después de tantos años, organizaba este macabro encuentro?
Eladio acarició la cabeza de Juan, mientras miraba sonriente a Teresa. Se sentía feliz. Aquel era el clímax de su vida de cazador, iba a eliminar a tres de las peores personas que había conocido, a la vez que borraría de una vez por todas de su mente aquellos desagradables episodios que estos tres egoístas le hicieron vivir en su juventud. La otra gorda estaba corriendo y chillando por toda la casa intentando escapar, pero Eladio no se preocupaba por ello, era un esfuerzo en vano. Ahora estaba más preocupado de matar a Teresa, así que colocó a Juan en posición para que no se perdiera detalle, y le dijo que debería estar agradecido, por fin iba a acabar su larga estancia en el purgatorio, a lo cual el torso respondió con un lamentable graznido inarticulado.
- Teresa, he de confesar que nunca he tenido demasiado en tu contra. Creo que eres estúpida, y representas muchas de las cosas que odio, por lo que voy a matarte, pero te prometo que no sufrirás, al menos no como ellos, te lo prometo-. Entonces Eladio abrió uno de los cajones de la cocina, cogió el cuchillo jamonero y, tras besar a Teresa en la frente, decidió que quizá sería bueno intentar una decapitación.
El cuchillo estaba muy bien afilado, Eladio era muy meticuloso a la hora de preparar los materiales para cortar jamón, ¡nadie conseguía unas lonchas tan finas como él! Pero una cabeza humana no es algo tan sencillo… No es tan difícil de cortar como otras partes del cuerpo, pero necesitó de más esfuerzo del que a priori consideró para llevar a cabo la tarea. Por otra parte, el corte no quedó demasiado estético: la tráquea asomaba de mala manera y colgajos de carne chorreaban sangre por todas partes, formando un enorme charco el suelo, por no hablar de las manchas en muebles y paredes. Debía haberla llevado al sótano como hace con todo el mundo… Además, era difícil saber si la mente de Juan es capaz de asimilar algo y probablemente ni siquiera era capaz de comprender lo que estaba pasando… Llevaba tanto tiempo siendo un cacho de carne putrefacta sin otra ocupación que ser alimentado y defecar que lo más lógico era pensar que había perdido la razón y ya ni sentía ni padecía. Total, lo hecho, hecho está, así que decidió llevar a Juan y a los restos de Teresa al sótano –iba a preparar algún trofeo nuevo para colgarlo en la pared- y a continuación perseguiría a Isabel, que seguía corriendo por toda la casa como una loca buscando una salida.
Dejó a Juan y a la cabeza de Teresa apoyados en el quicio de la puerta y bajó –no sin dificultades, malditas gordas- el cuerpo de la mujer al sótano. Al tener las manos ocupadas no pudo ponerse la mascarilla con respirador que solía usar allí, y el hedor era insoportable. Eladio disfrutaba del tufillo de la muerte, pero hasta un punto… En aquel lugar había una mezcla de aromas de vísceras y heces acumuladas durante años y años. Era insoportable, así que dejó el cuerpo en el suelo lo más deprisa posible y volvió hacia la puerta. Ahora tenía que encontrar a la otra gorda, y ella sí iba a sufrir durante horas. Quizá le hiciese comer algo de Juan antes de matarlos a los dos. Ya se verá, la cacería es más divertida cuando se improvisa sobre la marcha.
- ¿Dónde estás gordita mía? Hey, ¿no quieres jugar un rato y recordar viejos tiempos? Nos llevábamos muy muy bien allá en nuestros años mozos, ¿a qué viene lo arisca que estás hoy? –Bromeaba Eladio mientras buscaba a Isabel por todo el piso. La muy perra se había escondido bien, pero el chalet no era tan grande. Tarde o temprano aparecería, y mientras más tardase, más iba a sufrir. Eladio agarraba con fuerza el hacha con la que cortaba leña en invierno, podía usarla para cortarle los pies cuando la encontrase, así no podría huir de nuevo. Un sonido a cristales llegó desde la cocina. “Ya se donde estás, querida”, pensó Eladio, y corrió hacia allí blandiendo el hacha, listo para lanzar un primer y rápido, que no mortal, ataque.
Cuando Eladio entró en la cocina no vio a nadie, únicamente unos cristales rotos frente a la puerta que daba al sótano, la cual seguía abierta de par en par con Juan custodiándola. Estaba empezando a impacientarse, aquella zorra se estaba resistiendo más de lo previsto, y eso le enfurecía. Hasta ahora, el miedo paralizaba a la presa y el podía actuar a su antojo; ésta cabrona en cambio parecía decidida a sobrevivir y continuar con su patética vida de perdedora. La intuición le decía que la chica gruesa debía haberse escondido escaleras abajo. No podía estar en otra parte, lo había revisado todo. Excelente elección, allí abajo todo será más fácil. Así pues, agarró fuerte el hacha, y lanzó un rugido a través de la puerta, el grito de la bestia que se dispone a lanzar el ataque definitivo… Cuando unas manos le empujaron por la espalda, con tan mala fortuna que uno de sus pies tropezó con el maldito torso de Juan, perdió el equilibrio y cayó rodando por aquellas antiquísimas escaleras de madera. La caída se le hizo eterna, y eso que el tramo a priori no era demasiado largo. Sin duda, se había roto, al menos, el brazo izquierdo y varias costillas. Le dolía todo el cuerpo. Se arrastró como pudo y dirigió la cabeza a la puerta, en la que vislumbraba la redonda silueta de Isabel recogiendo el hacha del suelo. Un haz de luz iba directo al rostro de Juan, y Eladio juraría que el hijo de la gran puta estaba sonriendo.
- ¿Qué os creéis? ¿Pensáis que podéis venir a mi casa a joderme los planes? ¡Vas a morir zorra! No se lo que pasará conmigo, pero te prometo que hoy vas a morir –gritó un dolorido Eladio, intentando buscar algún punto de apoyo para poder levantarse y acercarse al armario donde tenía un rifle y su colección de objetos punzantes favoritos.
Isabel, hacha en mano, comenzó a bajar las escaleras poco a poco, decidida a acabar con aquel asesino hijo de puta. Mientras bajaba, pudo ver los trofeos humanos, cabezas en su mayoría, con expresiones estúpidas y boquiabiertas, como las de los jabalíes o ciervos que los cazadores de animales colocan en sus casas de campo. El lugar era enfermizo, el hedor casi se podía masticar, y Eladio esperaba escaleras abajo, desafiante, aún convencido de que tenía posibilidades de salir de allí con vida. Los ojos de todas aquellas cabezas huecas de tantas víctimas les observaban. Iba a pagar con él todas las frustraciones acumuladas a lo largo de su vida. Iba a pagar con él su fealdad, su gordura, su soledad, su apatía, su fracaso en la vida. Iba a vengar a todos aquellos desconocidos que habían sido privados de sus vidas por un chiflado… Y no iba a caer en la trampa de alargar el proceso, iba a ser concisa, rápida y mortal.
Isabel salió unos diez minutos después del sótano, cubierta de sangre, con un aire ausente y distraído, observando la oreja ensangrentada que sostenía en la palma de la mano. Había sido una hija de puta la mayor parte de su vida, pero nunca había atacado físicamente a nadie, y ahora acababa de romper en mil pedazos el cuerpo de una persona conocida. Era horrible, pero justo. Se sentía confundida, pero aliviada, y ahora sólo podía pensar en el pobre Juan.
- Eres el único amigo real que he tenido. Eres la única persona por la que he sentido una preocupación sincera y, cuando desapareciste, el único al que he echado de menos. Siento muchísimo todo lo que ha pasado, no puedo evitar sentirme responsable… No se ni siquiera si me oyes, pero no puedo dejarte sufrir así más tiempo-. Isabel levantó el hacha sobre su cabeza, por fin iba a terminar con aquella locura que la había bañado en sangre el día menos previsto. –Te quiero Juan, siempre serás mi mejor amigo…
Tres fuertes detonaciones sonaron en la estancia, y la mitad de la cabeza de Isabel desapareció de su sitio. El agente Ramírez aún apuntaba su arma hacia el interior de la cocina, boquiabierto, tembloroso, conteniéndose las ganas de vomitar ante aquel espectáculo tan gore. El joven policía no daba crédito a sus ojos. Dos mujeres y un hombre muertos, y otro más, aún vivo, pero completamente mutilado; un torso con una cabeza, un pequeño conjunto que había sufrido una experiencia inimaginable. Desde luego, cuando recibió por radio el aviso de que una señora mayor había visto a una mujer gorda con un hacha a través de la ventana de su vecino, no se esperaba algo así. Para ser sincero, esperaba encontrar una falsa alarma, y no a una chiflada Annie Wilkes bañada en sangre a punto de decapitar lo que quedaba de un hombre brutalmente mutilado.
El policía se acercó al cuerpo de Juan y corroboró que se encontraba con vida, además de percatarse que sus muñones no eran para nada recientes.
El policía se acercó al cuerpo de Juan y corroboró que se encontraba con vida, además de percatarse que sus muñones no eran para nada recientes.
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí amigo? Joder, no te preocupes, te prometo que te sacaré de este lugar lo antes posible… ¿Sí? Soy el Agente Eugenio Ramírez, por favor, envíen urgentemente una ambulancia a la dirección…
Al día siguiente, Juan abría los ojos. Se sentía realmente bien aquella mañana, había pasado la noche soñando con que estaba de barbacoa en la sierra con los amigos de toda la vida, bebiendo cerveza, comiendo chuletas, escuchando música, fumando algún que otro canuto mientras oía cantar a los pájaros… Entonces, los ojos se fueron adaptando a la claridad y su mente a la realidad, para ver la habitación del hospital, sus muñones, las máquinas a las que estaba conectado, la cuña en la esquina… Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Era su primera reacción ante un estímulo en muchos años. De nuevo, se sentía peor que nunca. Había salido del escenario de la pesadilla, por fin, pero las consecuencias sobre su cuerpo seguían allí y ahora pensaba aún más en todo aquello que nunca podría volver a hacer. Seguiría siendo un testigo inerte de la estupidez y la maldad del ser humano, separado de las plantas únicamente por el mal olor corporal. ¿Por qué no terminan con mi sufrimiento? ¿Qué sentido tiene para el sistema sanitario mantenerme así, ocupando una cama y los esfuerzos de enfermeras y celadores? ¿Es que nunca me van a dejar morir tranquilo?